lunes, 12 de marzo de 2012

Los pinches hipsters o I am a Legend güey


Intento evitar, por lo regular, los Starbucks y los American Apparel, siempre con éxito. Sin embargo, llega el momento de caer en lo inevitable. Encontrarme algún pinche hipster por la calle, es normal que en la colonia donde vivo abunden. Pero últimamente aparecen por todos lados.
Verbigracia: Abordo el tren subterráneo, pacientemente, sin ningún sobresalto, al verlo lleno, me encuentro con esos raros espécimenes; con sombreros que les cortan la circulación del cerebro; anticuados lentes de pasta dura negra, y un chaleco que cubre su camiseta de “niño pobre nice”. Aguanto las nauseas, comienzo a contar cuántos hipsters hay adentro, uno, dos, tres, cuatro... todo el vagón, no me molesta que existan, me molesta que sean demasiados.
El calor es insufrible, y ellos, muy campantes, cargan afeminadas bufandas de seda atadas al pescuezo. El miedo me corroe, ¿cómo pueden ser tantos? ¿Serán zombies o una extraña enfermedad que se contagia? No es tan lejano a la realidad, ahora que lo pienso, sus oídos están tapados por los audífonos donde escuchan su hipnótica e inverosímil música. Veo que todos traen aparatos y demás parafernalia del difunto Steve Jobs, eso explica, en parte, porque su otrora compañía no se va a la quiebra.
Las estaciones parecen alargarse el doble de su distancia real, observo la hilera de asientos ocupados, lleno de hipsters meneando la cabeza al unísono, no me sorprendería descubrir que sus aparatos reproductores de música estén sincronizados para que repitan la misma canción una y otra vez. El calor se encapsula y huelo el fétido vapor de una loción barata.
Ellos no hablan castellano, hablan un extraño dialecto que es entre: inglés, japonés, francés, ruso y nadsat, convirtiendo la pesadilla de Anthony Burgess en realidad, con la excepción de que serían incapaces de enfrentar situaciones violentas. Si un ejército de granaderos se presentara para reprimirlos, ello no pondrían resistencia, darían su trasero para evitar golpes y represalias, y se irían a sus casas a dormir después de beber un café de máquina expendedora o un té helado. Eso sí, corriendo en bicicleta, sobre las tercermundistas calles de la ciudad que no están diseñadas para vehículos bípedos, oliendo el smog de un corrupto camión de carga, que sobornó para pasar la prueba de verificación. Si un hipster, leyera esto, me tacharía de loco, reaccionario y derechista, y que debería ser como ellos; que luchan por las causas “nobles y justas”, tales como: El matrimonio gay (¿no todos los matrimonios son “alegres”?), la ecología desaforada, el apoyo al arte independiente y por tener un Starbucks en cada esquina. También se solazará de pertenecer al movimiento internacional de la indignación. Yo le contestaré que para ser indignado, se necesita ser pobre, tanto, como para dejar de estudiar por la necesidad de buscar trabajo, y vender todos sus símbolos de status para comer. En pocas palabras... dejar de ser un hipster.
Al llegar a la estación de transborde. Mientras subo la escalera eléctrica, las miradas parcas de los hipsters me hacen pensar que soy invisible para ellos. Ellos no pueden ver más allá de su universo exiguo, parecen inmersos en una realidad virtual que hace parecer el Distrito Federal como un paraíso primermundista. Tengo la teoría que dentro de sus gafas aparecen imágenes de las calles de Londres, Vancouver, Tokio y Nueva York. Ellos siguen su marcha hacia ningún lado, para que, posteriormente, en fin de semana, vayan a sus guateques, que es donde supongo yo que se reproducen. Empero, sus atuendos tan asexuales me hace reflexionar que no usan el coito como forma de concepción. Yo creo que se reproducen por miosis o como pequeños gremlins, les echas agua, y de la nada aparecen una docena de hipsters, con todo y Ipad en la mano.
En las boutiques de ropa, se esfuerzan en comprar una camisera de primera mano que luzca como si fuera de segunda. Compra ropa que bien pudo salir de un basurero como si fuera ropa de marca; pantalones destrozados a propósito con un precio con el cual podría comprar despensa para una semana. El hipster, a su vez, odia todo lo que conlleve un exceso de gasto de energía eléctrica, pero no se muestra muy preocupado cuando quiere escuchar su música “acústica” a todo volumen mientras pone a cargar su teléfono de nueva generación, sus netbooks, y demás artilugios portátiles.
Yo sigo mi camino, esperando otro tren a orillas del anden. Preocupado por la mujer que pueda ser infectada por el virus del hipster. Lo digo, porque el hipster no tiene género, son una masa asexual como ya antes lo he mencionado. La hembra hipster pasa por una lenta metamorfosis: primero luce hermosa y coqueta como cualquier mujer que intenta adaptar algo ajeno a ella. Para que luego, sea envuelta en una crisálida de revistas modernas, cartelones de grupos desconocidos (que convendría mantenerlos en el anonimato) y publicidad hecha por un diseñador gráfico drogado. Al salir del capullo se vuelve un ser carente de alma, cegada por el peso de sus anteojos de plástico.
Salgo de la estación del metro, como perseguido por una amenaza invisible, el pánico me invade y al salir a una calle cubierta por la oscuridad, los veo reunidos a manera de pequeñas tribus. No son una amenaza, pero si continúan multiplicándose, llegarán a serlo. Corro para huir de esa pesadilla, así como el espíritu de Robert Neville se apodera de mí, estoy tentado a grita “soy leyenda”. ¿Quiero comprar un café? Veo el amorfo ser con un piercing cerca del labio y la pose de desinterés clavada en el rostro. ¿Quiero refugiarme en un cine? Las butacas se encuentran llenas de seres con prendas anacrónicas, buscando el mensaje librepensador de una película cuyo único deseo es incomodar. ¿Quiero relajarme en un parque? El hipster saca a pasear a sus bestias al mismo tiempo que crea el tránsito de bicicletas en medio de la vía pública. Sigo corriendo, hasta que mi corazón lata frenéticamente y mis piernas me duelan. Termino recargado en una pared para tomar un descanso, un venerable anciano me ve y se acerca. Su aspecto humano me tranquiliza. Le sonrió. Él, preocupado, me dice:
-Joven, ¿es usted un hipster?

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