jueves, 29 de marzo de 2012

La piscina de asfalto Parte dos


Parte dos



En sueños se me apareció volando en una luna blanca afuera de mi ventana, tenía los brazos abiertos que me invitaban a acercarme a ella, llevaba un vestido blanco que poseía un misterioso brillo. Yo abría mi ventana y volaba hacía sus brazos. Despertar de un sueño así es desmotivante.
¿Quién era la mujer de la discoteca? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo la volvería a ver? Reflexiones vanas que formulaba mientras hacía un puchero con los aguados corn flakes del desayuno. Ya todo dejó de tener sentido para mí: el viaje, la música, el concierto, todo me daba igual.
-¿Ahora a este qué le ocurre? -preguntó Carlos a Homero, creyendo que no lo escuchaba.
-Perdió al amor de su vida o algo así.
Unos pocos segundos pueden influir en el destino de las personas: son el coche que está apunto de atropellarnos; son el anuncio que esperábamos en una línea que estamos casi a nada de leer en el periódico; son la oportunidad única e irrepetible en medio de nuestras narices; son el aviso oportuno sonando en el teléfono, esperando a que te dignes en contestar. En mi caso, ver el amor de mi vida, por el que tan pacientemente esperé, y que en un momento lacónico, huyo de mí, sin siquiera dirigirme una mirada, y darse cuenta en ese inexistente santiamén, que yo la amaba más que a ninguna otra cosa en el universo.
-Vamos amigos, hay muchos peces en el mar -dijo Roberto.
Sí, hay demasiados peces comunes en el mar, pero solo un pez dorado oculto en un enorme cardumen, no contesté.
-Ánimo we, con seguridad la verás en medio del público en el concierto que vamos a dar.
No me gusta aferrarme a falsas esperanza (sigo creyendo que esa expresión es un pleonasmo), pero la fe ciega en algo, es el único aliciente que puede tener un hombre, que cree que lo ha perdido todo.
-¿Tú crees?
-Tú confía -el optimismo desaforado de Homero, a veces me molesta.
Comí mis hojuelas con leche muy desganado. Roberto, que al menos tenía algo con qué entretenerse, miraba el folletín turístico, que nos dieron Eric y Joaquín, con mucho interés. No tardo en sugerir con emoción un destino.
-¡Por qué no vamos a este parque acuático!
Ir a un balneario privado no estaba dentro de mis planes, de tenerlo contemplado, hubiera equipado un traje de baño en mi maleta. Pero mis amigos, que buscaban experiencias estimulantes, y que con el sol de primavera de la mañana lo menos que querían era ponerse a tocar, pensaron que sería una buena idea. Deprimido o no, pienso que los parques acuáticos son sitios muy vulgares. Terminaron llevándome a rastras del coche, antes le encargué a la anciana señora que de favor mandara mi sucio saco a la tintorería, tenía el compromiso de tocar en el centro histórico del pueblo, y quería verme bien... por si volvía a verla.
El parque acuático estaba pocos kilómetros lejos del pueblo, el improvisado viaje no me causaba ninguna felicidad, intuían que una zambullida al agua mágicamente aliviaría mis pesares y desdichas. Yo lo único que quería hacer era encerrarme en un cuarto, mirar hacía el techo e imaginarla, despedazar los pétalos de una flor haciéndome la pregunta ¿la volveré a ver?, para después, tomar mi guitarra y componerle una canción a la anónima chica de la discoteca... pero esperen, ya tengo una, Madeline, signo inconfundible de que la amo mucho antes de conocerla. Después de transitar por un árido paisaje, vi que cruzamos un gigantesco anunció que decía:


¡Bienvenidos al parque acuático “Vértigo”!

Ya veía venir la sopa humana, que son las multitudes, llenando una alberca, me causaba repulsión. Yo a cada momento me remitía a la memoria del más bello rostro que recuerdo, para alejar tan nefasto pensamiento. Me parecía increíble que apenas ayer en la noche -¿o más bien fue hoy en la madrugada? El sentido del tiempo se pierde al enamorarse-, se me hubiera aparecido, como el momento sublime perdido en una gran lista de “hubieras”.

Flotaba en una enorme piscina, el sol me daba en el rostro. Las piscinas... un refugio para el sol, just a mirror for the sun, pensé. Era como el sueño de mi primera noche en San Miguel, sólo que en vez de una tranquila y apacible luna, estaba a la merced de un despiadado y lacerante sol. Me di una zambullida en el agua una vez más, al menos, nadie notaría mis lágrimas metiéndome de lleno en el agua. Tuvimos que comprar unos trajes de baño, recalco, ninguno de nosotros preveía un repentino viaje a un parque acuático, que, por cierto, estaba medianamente poblado. Mis amigos, al mirar el mapa de las atracciones, se emocionaron. Yo sólo quería meterme a una alberca, para ver si olvida, al menos por un segundo, a la chica de la que no llegué a saber nada... excepto que era bella.
-¿No quieres dar un salto al trampolín? -me preguntó Homero, tuve que descifrar lo que decía, los oídos se me taparon un poco con el agua.
No aguanto mucho las alturas. Aunque les cueste creerlo, cuando veo una película y aparece un plano hacía el vacío, me da mucha ansiedad y nerviosismo. No tengo lo que se podría decir, “un miedo a las alturas”, simplemente es algo que prefiero evitar, como el amor... y fue por el amor que acepté una invitación que contradice mi espíritu contemplativo y calmado. No sé dónde leí que para olvidar un mal, no hay mejor remedio que hacer o estar expuesto ante algo que nos aterra para olvidarlo. Nunca he saltado de un trampolín olímpico, y de no ser porque el triste pensamiento de no reencontrarme con la chica de mis sueños seguía atormentándome, no hubiera aceptado la invitación.
-¿Sigues pensando en la chica que vistes?
-Sí -le conteste a Homero, mientras que, junto con Carlos y Roberto, nos dirigíamos al trampolín olímpico.
-La encontrarás, estoy seguro, tú confía -me gustaría ser tan optimista como mi amigo, sería un verdadero alivio.
Llegamos a la imponente torre de concreto, tenía tres trampolines, uno de cinco metros, otro de siete, y el más escalofriante de todos, el de diez. Aunque todos estaban muy impacientes por aventarse, yo me ubiqué atrás de Homero, el sería el primero en lanzarse en picada hacía la piscina, yo le seguiría después, mala elección quizá, no me daría tiempo de arrepentirme, pero... ¿qué trampolín elegirían estos cabrones?. El trampolín de cinco metro tal vez lo aguanté, el de siete me causará nauseas, el de diez será la muerte para mí. Subimos las escaleras, yo rogaba porque fuera el de cinco ¡el de cinco por favor!, las escaleras estaban calientes, ay, lastimaban los pies y las manos, avanzamos hasta rebasar la de cinco. Vi hacia abajo, la distancia ahora era un poco menos que tolerable, seguimos hasta llegar a las de siete, mejor ni mirar hacía abajo, seguimos avanzando, mantuve mis ojos cerrados, ¡por el miedo olvidé en una milésima de segundo que la mujer de la discoteca existía! Llegamos a los diez metros, Homero, alto y de cuerpo más atlético saltó de la tabla impávidamente. Llegó mi turno, mis amigos me miraban con impaciencia, me posé con parsimonia en la tabla, miré al vacío. ¡Ay! Era como si me tirara del piso donde vivo. No quería verme como un pusilánime delante de mis colegas, puse un pie sobre la delgada tabla, luego la otra, y así, hasta que recordé la perfecta risa de la mujer anónima, quise matarme por perderla, y la única manera de “suicidarme” sin sufrir la consecuencia de la muerte, era dando un clavado y dejarme llevar por la vertiginosa sensación de caída. Estaba ya en el borde, recordando su rostro me lancé, con los ojos cerrados, no fue un salto muy deportista, la sensación de caída hizo que mi mente se bloqueara, como si en el aire me hubiera desmayado, sin embargo, estaba consciente; me sentí suspendido en el aire; fue aterrador, pero, por estúpido que parezca, fue también placentero. Quien haya mirado mi caída, juraría que duro menos de un suspiro, pero para mi, la acción duró un corto lapsus de eternidad. Toqué el agua, al abrir los ojos descubrí que estaba en el fondo de la piscina. Silencio total, ¿será la muerte? Subí a superficie a toda velocidad, con los ojos adoloridos por el agua que me entró. Al tallar mis ojos y dar unas fuertes bocanadas de aire, me dije a mi mismo que eso fue la experiencia más terrible y excitante de mi vida, eso demuestra lo patético y cobarde que soy. Cuando ya me reincorporé, sucedió un milagro.
La vista la tenía borrosa -uso gafas, todos las usamos a excepción de Roberto-, mis oídos estaban llenos de agua, pero un poco lejos, cinco metros aproximadamente, observé a una hermosa chica en bikini azul cielo, portaba lentes oscuros, y amarrada a la cintura, llevaba una mascada de seda de tonos verdosos. Pude reconocer su hermosas sonrisa, el color café claro de su piel y la otoñal y rojiza melena, casi lloro de la emoción, ¡era ella! ¡La chica de la discoteca! ¡Ahora renombrada como la chica del parque acuático o del bikini azul cielo! ¿Será una ilusión provocada por la adrenalina? ¿Habré muerto al caer? ¿Me desmaye y estoy soñando? No, el destino nos reunía otra vez, ¡el optimismo de Homero dejó de ser una patraña!
Maldije mi natural miopía, si bien parcialmente pude reconocerla, se me presentaba como una mancha borrosa, un espejismo provocado por el calor. Seguí flotando con todo el cuerpo sumergido en el agua, a excepción de la cabeza, vislumbré que iba acompañada de un grupo de jóvenes. No distinguí, a grandes rasgos, las facciones de ninguno del grupo que la acompañaba, sólo me centré en la borrosa imagen de mi deseo, acostarse plácidamente sobre un camastro de plástico. No se moverá de ahí, aseveré, así que a toda prisa, me fui a la orilla que mis amigos y yo ocupábamos, que convenientemente se ubicaba paralelamente al lado de ella, nadé a toda velocidad, esquivando una vez más a las multitudes: niños en salvavidas, adultos jugando un improvisado voleibol acuático, misceláneos bañistas que no paraban de atravesarse en camino. Llegué campante a la calurosa orilla.
Desconcertado, medité: doy un paso al vacío y encuentro al amor de mi vida, como si el fondo al que caí fuera un vortex, que me llevó a otra dimensión, a su dimensión.
Mis amigos se habían tomado un breve receso del agua, comían unos cuántos emparedados y bebían refresco, mirando siempre enfrente de la orilla, necesité mis lentes, quería corroborar mi visión. Busqué con desesperación en nuestras cosas.
-We, ¿qué buscas?
-¡Mis lentes!, ¡los necesito!, ¡tenías razón, la encontré!
-Tranquilo, deben estar en ésta bolsa.
Tomé unos lentes que tenían mucho aumento, otros que tenía muy poco, hasta que di con los mios. Me los puse, ¡demonios! Ahora estaba demasiado lejos para apreciarla, de nuevo se me presentaba como una distante mancha. Por fortuna, equipé unos prismáticos, nunca imaginé que me fueran a ser de utilidad. Al ponerlos, ajusté el aumento e intente enfocar al objeto de mi atención. Después de que mi campo de visión fuera interrumpido por pelotas de playa, llantas y otros inflables. La aceché: seguía con sus lentes de sol puestos, acostada sobre el camastro, poniéndose bronceador en sus brazos, traía el cabello amarrado. Los minutos que me la pasé admirándola los disfruté sobremanera.
-¿Quién es we? -el we de Homero sonó casi a güey.
Le pasé los prismáticos con la correa de cuero aún rodeando mi pescuezo.
-Es la chica de bikini azul, la que está justo enfrente de nosotros.
A lo lejos noté que ahora estaba totalmente acostada, no inclinada como yo la vi.
-Parece ser bastante atractiva -comentó sobriamente Homero.
Necesité un buen trago de té helado, para quitarme el sabor a cloro que me dejó la piscina. No quise probar uno de los sandwitches que nos hizo el favor de prepara la anciana señora del servicio. No tenía hambre. Homero me regresó los prismáticos, estaba demasiado ocupado devorando su lunch y bebiendo su coca cola de litro y medio.
-Iremos a la gran resbaladilla “Vértigo” ¿no gustas acompañarnos? -sugirió uno de mis compañeros, no supe quién, estaba absorto vigilando a la chica del bikini azul.
-Vayan sin mí, nos vemos aquí a las tres de la tarde -aunque no la hubiera encontrado, me negaría a subir a una gigantesca resbaladilla acuática, que ponderaba ser la más grande del país, con el episodio del trampolín tenía suficiente.
-Bueno... suerte con la chica, ahí luego nos cuentas cómo te fue.
Me quedé solo.
No supe qué hacer ¿me la pasaría aquí, en mi orilla, observándola todo el tiempo? ¿O me acercaría a ella, la invitaría a tomar un helado -no sé si me alcance, Homero es el del dinero- y pasearíamos alegremente por todo el balneario? ¿Qué tal si va acompañada, y no quiere abandonar a sus amigos? Tenía que revisar el panorama antes de hacer cualquier movimiento. Por mucho que me pesara, tuve que desviar mis prismáticos de su fantástica visión; la misteriosa y sublime belleza de la chica. Oteé el territorio, a la izquierda se encontraba todo un séquito de jovencitas medianamente agraciadas, sin ser tremendamente bellas como ella, deduje que eran sus amigas, observaba que ladeaba la cabeza para decirles algo. Regresé a la mujer de mis sueños: cambió de posición en el camastro, ahora estaba acostada boca abajo, posición mucho muy interesante, me daba la oportunidad de contemplar sus nalgas y esa sensual y misteriosa espalda; a su derecha parecía hablar con alguien. Me vi obligado a indagar. A su derecha estaba lo que más temía, al odiado e ignorado rival, sentado con las piernas abiertas sobre otro camastro, podría calificarlo como un esperpento -¡quién no califica de esperpentos a sus rivales!-, litros de gel en la puntiaguda cabellera, lentes oscuros demasiado grandes y ostentosos, moreno cenizo y quizá un poco más alto que yo, y... para mi vergüenza, quizá también más joven. Yo tengo casi veinticinco, la chica debe tener cerca de diecinueve y el rival un poco más de eso. Tener un rival joven sólo acrecienta la ignominia del hombre serio y contemplativo. Lo único que me quedaba era observar. El rival parecía estar ocupado de sus asuntos, mirando hacía la nada -¿con esos lentes verá algo? -, tal vez estaba drogado o crudo, le decía unas pocas palabras al aire a la chica, ella le sonreía. Me carcomía la envidia. Luego, el sujeto se levantó para contestar o hacer una llamada, dio unos breves pasos por la orilla de la piscina, iba de izquierda a derecha el muy imbécil. Ella se paró poco después; tanta bellezas en manos de esperpentos acaudalados -indagué eso por el teléfono celular que portaba, también porque, probablemente, era el interlocutor invisible en la noche de la discoteca, por lo tanto él fue quien se la llevo en coche, impidiendo mi encuentro con ella-, sin ningún talento ni gracia de este país. La vi abrazándolo mientras él le daba la espalda, más ocupado en su llamada, ella le besó un hombro. Maldije, me quité los prismáticos, me tiré al suelo. Qué curioso, me dije, ahora el cielo estaba nublado, un poco de fresco no cae mal en un día caluroso, me hallé sumamente indignado... no soy un genio musical o algo que se le parezca, pero me sentía merecedor del amor de esa mujer, por el simple hecho de ser un artista que se refugia en la belleza para tener un poco de paz interna. Un cuarto de siglo esperando a que una mujer me robe el aliento y la encuentro en esas condiciones.
Escuché un chapuceo y alguien gritando un nombre que sonaba como a Ana o Alejandra.
Me levanté para continuar el acecho, aliviado descubrí que el esperpento se marchó, vi su asiento vacío; ya no estaban sus cosas, pero tampoco la chica del bikini azul se encontraba reclinada en su camastro o cerca de la orilla. Nerviosamente, la busqué con los prismáticos. La hallé dentro de la piscina, nadando cual sirena, ahora esa belleza estaba más cerca de mí. Aprecié su delicada y deliciosa figura nadar. ¿Se me habría presentado una oportunidad? ¿la oportunidad de mi vida?
La indecisión me mantuvo quieto, mojando mis pies en la orilla, sin hacer nada, excepto admirarla.
¿Cómo explicarle mi deseo de conocerla, contemplarla, y sobre todo, amarla? Me imaginé la ridícula escena que haría al intentar entablar una conversación: «Hola nena» diría «soy un músico y tengo un grupo de rock, tocaremos en el centro histórico del pueblo ¿nos honrarías con tu presencia?» ella, al escuchar mis palabras, frunciría el ceño, y se marcharía indiferente. Otra opción sería hablar de forma más casual: «¿Te gusta nadar?» ¡Qué estupidez! Si la estoy viendo nadar con destreza ¡oh! Con ese bañador que le cae de perlas... empiezo a creer que tengo dos grandes fobias, a las alturas y a las mujeres.
De nuevo, tomé los prismáticos y me límite a seguir cada movimiento: nadando de braza, mariposa y mi favorito, de espaldas. Verla flotar era un regalo divino, me sentí ahora envidioso del agua que la cubría y no tenía el mayor recelo de tocar su cuerpo, maravilloso, al igual que su rostro, de finas facciones que describiría como “peninsulares”, pero también se me figuraba un poco como sefardí o gitana. El misterio de su belleza quizá sea producto de la tremenda mezcla cultural de nuestra nación, sólo podía estar seguro de una cosa, era toda una damisela del bajío.
Me sentí cobarde, estúpido y patético, resguardado en mi orilla, sin entablar contacto directo con ella. Desee ser rico, atlético o tal vez famoso. Para ella quizá cualquier cualidad sea poca cosa. Sentí dolor al reconocer que el único impedimento de estar con ella era yo.
Se volvió a presentarme su sublime figura, de pie, en su orilla, secándose con una toalla, sus amigas se alejaban, la dejaban sola... ¿Por qué pierdo el tiempo? ¡Ve por ella! Traté de darme ánimos. Me sumergí a la alberca, nadaría hasta su orilla, e improvisaría una conversación. ¡Soy un músico! Eso debe contar de algo. Nadé lo más rápido que pude, era una larga línea recta, pero el esfuerzo lo valdría. Nadé con los ojos cerrados, y ya al llegar a su orilla vi su camastro vacío. Ahora mi cobardía e introversión fueron los culpables de que la perdiera. Antes de volver a ponerme a llorar, miré a todos lados, no podía estar muy lejos. Me dejé llevar por mi intuición y atravesé una zona arbolada, que insólitamente, algunos bañistas la usaban para darse un “día de campo”. Sin mis lentes y muy al fondo, logré ver una espalda rodeada por un diminuto hilo azul, la cadera cubierta con una mascada, y la inconfundible melena del color de las hojas de maple, era ella. Corrí, esta vez no me lo perdonó, me reprendía. Enfrente estaban una serie de tubos, que eran el esqueleto y soporte de la gigantesca resbaladilla, ¡Qué no se le ocurra subirse ahí! Ni modo, tuve que internarme en el extraño edificio de color azul marino -ya me empezaba a chocar el color ese-. Ella avanzaba, segura, sin mirar atrás, yo por más que corría no la alcanzaba. Seguía a una valiente gacela, en medio de una construcción donde los tubos y demás artificios arquitectónicos impedían el paso. ¿Adónde iba? Las escaleras para ir a la resbaladilla estaban del otro lado. ¿Por qué tomó un camino tan raro? Muchas dudas me inquietaron en mi acecho. Consideré como dolorosa la certidumbre de que ella ignoraba que la seguía.
Gateando debajo de un gigantesco tubo, llegamos a una suerte de paraíso, o al menos así lo creí. Era un rectángulo oculto entre la principal atracción y algún otro edificio del parque acuático, nos encontrábamos rodeados de enredaderas y musgos. Un minúsculo estanque estaba enfrente de una extraña caverna hecha de piedra, que no sé porqué me remitía a una catacumba romana, que seguramente habré visto en la fotografía de algún libro de historia. Ella, sin pensarlo dos veces, se metió a la insólita cueva, dejó, antes, su mascada encima de una piedra. Se perdió en la profunda oscuridad de la caverna. En lo que me decidía a entrar, tomé la delicada prenda, la olí, el perfume que tenía impregnado era de violetas. Lo dejé en su lugar y caminé, lentamente, hacía la misteriosa cueva.

*

¿A quién se le ocurrió construir una misteriosa cueva, escondida y de difícil acceso al público en general? La idea es estrafalaria, un mundo secreto en medio de un lugar de esparcimiento vulgar, una bizarra combinación. El túnel era largo y profundo, totalmente oscuro, con agua adentro que cubría mis pies. El piso era firme, de piedra, me raspaba los talones. Caminaba a ciegas agarrado de una pared, lo único que escuchaba era una juguetona risa hasta el fondo. Cada paso que daba sentía el agua más tibia, ahora escuchaba el agua corriendo suavemente, como si alguien hubiera olvidado cerrar el grifo de la bañera. En el fondo de la cueva se me presentó una flagelante luz, oí que ella nadaba, la luz se hacía más grande a medida que avanzaba, la sensación del agua cálida sobre mis pies fue placentera. De la más profunda penumbra a la más iluminada habitación, el contraste fue tan violento que cerré los ojos y esperé a que mi ya perjudicada vista se acostumbrara a la iluminación. No pude creer en dónde me encontraba.
Era una gigantesca bañera, el techo era sostenido por una hilera uniforme de columnas de mármol, por el tamaño, calculé que fácilmente cabrían dos albercas olímpicas, el agua era proveída a borbotones por unas cabezas de leones de piedra que vomitaban chorros de agua termal, la calima era espesa, en el fondo de la bañera vislumbré una serie de grabados grecolatinos que me parecieron muy épicos. Escuché los chapuceos de ella nadando, hasta el fondo. Reanudé el acecho.
Quién imaginaria que en un recoveco se oculta un inmenso baño romano. Por el denso vapor, ella desapareció, pero intuía que no se encontraba lejos, a final de cuentas, eramos las dos únicas personas adentro del baño romano de aguas termales. El lugar era igual de veleidoso que la mujer que seguía. ¿De verdad ella no se daba cuenta que la seguía? ¿Deliberadamente me ignoraba? Un pensamiento me lleno de un perverso y excitante sentimiento. imagínense: los dos encerrados en un hermoso baño, semidesnudos, lejos de las multitudes -y mejor aún, del dichoso rival-, en un espacio que la mayoría ni siquiera imaginaba que existía, ¿me siguen? Me gané el premio mayor, ¡Estaba en el paraíso!
El agua cálida me adormecía, la experiencia era demasiado relajante, casi me hacía olvidar mi persecución, nadaba con una calma preocupante, si me dejaba llevar por el espeso ambiente, caería desmayado.
Y así fue, dejé mi cuerpo flotar boca arriba, como en el sueño que tuve, no es que me encante nadar de esa manera, pero siento tanta calma al hacerlo. Me relajé como si no tuviera responsabilidades, compromisos, ni una chica a quien encontrar, no me preocupo, sé que ella está en algún lado del inmenso baño secreto, no se moverá. El agua, a momentos tibia, y a otros muy cálida. Se me antojaba cerrar los ojos y dormir una siesta, hubo momentos en que deliberadamente los cerraba, pero inmediatamente los volvía a abrir, recordando que la mujer soñada podría estar oculta en alguna de las tantas columnas de mármol, mire el techo, lleno de pequeñas cuadrículas blancas, curiosos azulejos, un poco amarillentos, no sé si a propósito las autoridades del lugar le dieron ese toque derruido, se me vino a la mente una idea ridícula, quizá, en San Miguel había un baño romano escondido durante miles de años, es estúpido, pensé. Si alguno de mis amigos me acompañará, en especial Homero que es experto en mundo antiguo, me diría que este lugar es una vulgar reproducción de otro baño romano de algún otro lugar. Eso generaba más dudas que respuestas. ¿Qué baño estaban plagiando? ¿Era una creación original o tan sólo un intento empírico de crear un baño al estilo romano? ¿Si todas las maravillas del mundo pudieran estar juntas en un solo punto, daría lo mismo ver las originales cuando tenemos las copias exactas a nuestro alcance? Entonces... ¿Daría igual el lugar donde estemos? Ahora mis divagaciones se centraron en la chica, nuevas dudas me atormentaron: ¿La chica del bikini azul era de verdad la misma chica de la discoteca? -Estaba muy seguro de eso, pero las dudas aparecen hasta en lo más obvio-. Exactamente ¿qué era lo que amaba de ella? ¿La representación idealizada de la mujer perfecta para mí? Y esa idea ¿de dónde surgió? ¿De un montón de imágenes y recuerdos de cada una de las mujeres en mi vida, que fantásticamente, todas esas cualidades quedaron impresas en una sola mujer, ella, la mujer de la discoteca y del bikini? Otra idea más descabellada se me ocurrió ¿la chica del bikini era una copia de la que vi en la discoteca? Cada vez que pensaba, me daban menos ganas de seguirla.
Había llegado tan lejos, y me quedaba suspendido en el agua. Junté coraje, me voltee y me puse a nadar, pronto sentí mis brazos cansados, y mejor me puse de pie, el agua me llegaba hasta el cuello, caminé con dolorosa parsimonia, a medida que avanzaba, una nube espesa de vapor me rodeaba. Como pude avancé, ahora no existían multitudes, sino el vacío.
Atravesé la inmensa nube, ahora llegaba a un gigantesco circulo, en medio había una isla, sí, una isla hecha -aparentemente- de arena, el círculo se encontraba resguardado por inmensas estatuas grecolatinas -espero que disculpen mi ignorancia, el arte antiguo no es mi especialidad-, el techo era una inmensa cúpula, similar a la de una iglesia, de hecho, dejaba escapar el vapor al exterior, por lo que dejaba de ser una trampa mortal. Volví a ver la pequeña isla y descubrí algo maravilloso, acostada, reposaba la mujer, y si no fuera porque sin lentes no puedo ver bien, juraría que estaba... desnuda.

Continuara...

jueves, 22 de marzo de 2012

La piscina de asfalto Primera parte


Me había quedado dormido todo el camino, para mí, las carreteras no son más que transportadores mágicos que te llevan directo a tu destino, siempre y cuando, pagues la cuota de la caseta. Al despertar y ver la parroquia de San Miguel Arcángel en el espejo retrovisor, me di cuenta de que habíamos llegado. La vida puede que sea una gigantesca autopista, una enredadera de líneas que se bifurcan, y cada una de ellas te lleva a un diferente lugar, por otro lado, también creo que la vida puede reducirse a una indivisible línea recta, donde tus paradas ya están prefijas para terminar en un único e inamovible destino. Permítanme presentarme, mi nombre es Gerardo Carranza, soy el guitarrista y compositor de mi banda de rock Bare Knuckle, conformada por Homero en la batería, y Carlos en bajo eléctrico y voces. Nos invitaron a tocar en un reciente festival de grupos alternativos de rock, que tenía por cede el pueblo al cual acabábamos de llegar. Recibimos la noticia con mucho gusto, aunque realmente lo hacíamos para burlar la cotidianeidad en estás vacaciones de primavera.
Nuestro itinerario era el siguiente: nos instalaríamos el miércoles en la noche en la casa, jueves y viernes prepararíamos nuestro recital, para tocar el sábado en una tarima colocada en el centro histórico del pueblo.
Escuché una canción de los Red Hot Chilli Peppers salir de las bocinas traseras del estéreo, es el grupo favorito de mi baterista. El tema me parece muy ad hoc al momento; era Road trippin:
Road trippin' with my two favorite allies
Fully loaded we got snacks and supplies
It's time to leave this town
It's time to steal away

Era un milagro que Homero no estuviera golpeando el tablero del coche con sus baquetas, la primera mitad del camino no me dejo descansar a gusto por eso. Carlos conducía el coche propiedad del papá de Homero, así como la casa donde nos refugiaríamos, aminoró la velocidad y encendió las luces delanteras, se estaba haciendo de noche. Las calles empedradas provocaban jocosas vibraciones en nuestros traseros, impidiéndome retomar mi sueño.
-Gerardo ¿te gustan los Red Hot? -me pregunto Roberto, amigo de la banda, también tocaría con su banda, Dinosaurs and Cadillacs, en el misterioso, y recién inaugurado festival de grupos de música independiente de San Miguel de Allende. Su banda lo alcanzaría más tarde.
-Me parecen buenos hasta el Blood Sugar Sex Magic -contesté, aún adormilado.
-Todos sus discos son buenos we (el güey siempre lo pronuncia como we) -protestó Homero, el principal defensor del grupo californiano que conozco.
-¿Es a la izquierda o a la derecha Homero? -interrumpió Carlos, preocupado por qué desviación seguir.
-Es a la izquierda.
-¿Seguro?
-Tú confía -no conozco a nadie más seguro de sí mismo que mi baterista Homero.
Miré sobre mi ventana, medio sonámbulo, aquel pueblo parte del Estado de Guanajuato, se me figuró como mágico. El alumbrado público, y las luces de los locales que estaban abiertos, parecían como iluminados por luciérnagas. Pero, sobre todo, era la ajedrecística torre de La Parroquia, tan estilizada y alta, como una protuberancia salida de la tierra llena de secretos, un edificio tan esquisto que me parecía increíble que estuviera erigido en un lugar tan tranquilo como este. Esquivamos un tranvía que iba en dirección contraria a nosotros, pedimos direcciones, que terminaron perdiéndonos en el paradisiaco dédalo de calles coloniales del pueblo. Viajar con amigos puede ser una experiencia vergonzosa y ridícula, pero divertida.
Tampoco tardamos mucho en dar con la propiedad del padre de Homero. Llegamos a un lujoso vecindario, lleno de casas hechas para no ser habitadas por nadie. La residencia que estábamos apunto de pernoctar, no era la excepción; era una casa de toqué clásico, hecha de ladrillos rojos, con una diminuta puerta de entrada, los muros estaban cubiertos de musgo y enredadera, mirando hacia arriba; además de ver la amplia terraza, se asomaban unas jacarandas. Tuvimos que estacionar el coche en el inmenso terreno de atrás, obligando a un ya cansado Carlos, a dar una vuelta pronunciada. Una anciana señora fue la que nos recibió, gustosa. Al apoyar mis pies en el césped, cansado de alrededor de cuatro o cinco horas de recorrido, mire la noche, y escuché algo que no es muy común oír en la ciudad, el silencio. Apenas profanado por el ruido de los grillos y los pájaros. Abrí el portaequipaje, para sacar mi valija y el estuche rígido donde guardo mi instrumento.
-Descansemos un rato ¿no? -sugirió Carlos.
Homero desfalleció inmediatamente en un largo sofá rojo, que hizo suyo extendiendo sus brazos y piernas por todos lados. Es él, entre otras cosas, un apasionado del fútbol, llevaba su playera de los diablos rojos de Toluca y pantaloncillos cortos, no comparto su afición, pero al menos estaba mejor ataviado para el bochornoso clima que yo, que siempre visto camisas de mangas largas -odio las cortas-, y adentro de mi valija, empaqué un traje sport, para verme con estilo delante del escenario. Me senté en un sillón individual y los demás buscaron un espacio libre en el sofá ocupado por el muy comodino baterista. La anciana señora nos hizo el favor de encender el ventilador de aspas del techo y nos preguntó si se nos ofrecía algo, Homero nos miró como diciéndonos “anden, con confianza, pidan algo” nadie se atrevió, excepto yo, que con el calor, agradable aunque algo seco, se me antojo un té caliente, muchos no están de acuerdo conmigo, pero un buen té caliente es el mejor remedio para refrescarse.
-Té por favor -dije.
-Sólo tengo de hierbabuena joven, ¿está bien?
-Perfecto.
Carlos y Roberto se animaron a pedir un vaso de agua, Homero pidió su sempiterna coca cola bien fría. Un poco más despierto, me fijé en la sala, amplía y acogedora, pintada de blanco, llena de muebles de madera y todo un conjunto de pinturas de paisajes adornaban las paredes, adelante de nosotros estaba el cancel que daba al magnífico terreno de la casa; un opulento jardín, para una opulenta casa de veraneo. La anciana señora nos dio nuestras bebidas una por una, sentí un enorme alivio al darle el primer sorbo de mi té, quemándome la lengua en el proceso, me moría de sed.
-¿Cómo se siente Bare Knuckle en su primer concierto fuera de la ciudad? -inquirió Roberto, a él le gusta mucho la música que hacemos, me halaga, aunque sé que es de gustos muy eclécticos.
-La música es lo único que me importa -peroré-, sobran decepciones en la vida, pero es la música la única compañía en los más desdichados momentos. En la ciudad les abrimos a grupos desconocidos e inclusive pagamos por tocar. Este será nuestro primer concierto medianamente masivo... por decirlo de algún modo.
-Olvidas lo importante -añadió Carlos-, ¡Salir a la aventura y conocer chicas! -cuando dijo chicas, alzó las cejas jacarandosamente, reímos.
-We, conozco unas amigas de unas primas que viven aquí que nos servirían de groupies.
La anciana señora regresó para preguntarnos si no se nos antojaba algo de cenar, ninguno de nosotros tenía hambre, nos atiborramos de chucherías todo el trayecto (como dice la canción we got snacks and supplies). Le dijimos que no gracias, y ella se fue, no sin antes advertirnos que para cualquier cosa que se nos ofreciera, no dudáramos en tocar al cuarto de servicio.
-¿Quieren ver el cuarto de ensayo? -sugirió Homero-. Al menos para dejar los instrumentos, ya mañana ensayamos.
Todos seguimos a nuestro anfitrión, subimos por unas escaleras de caoba, y entramos en un cuarto que daba con la terraza, magníficamente vacío, con excepción, claro está, de los amplificadores y la batería, Homero se acomodó en su respectivo instrumento, hizo unos cuantos redobles para rematar con los platillos. Quise antes, revisar que mi instrumento, mi fabulosa Fender Jazzmaster, se encontrara intacta -soy un sobreprotector de mis guitarras-, abrí mi estuche, ahí estaba, inmaculada, con la placa dorada y su reconocible acabado sunburst, flamante. Pedía a gritos ser tocada, tendría que esperar hasta mañana. Carlos también revisó su bajo eléctrico Hofner, que cuenta la leyenda, lo encontró entre las chácharas musicales que mantenían escondidas el coro de la iglesia de su colonia. Dejé mi instrumento con el estuche abierto y me dirigí a la terraza. Tenía una vista completa del pueblo. Las diáfanas luces que investían a La Parroquia y al pueblo, le daban una belleza resplandeciente, de pronto, me sentí enamorado de San Miguel de Allende. Apoyando mis codos sobre la barandilla, recordé el estribillo de Road Trippin mientras me perdía en la reconfortante noche:
Sparkle light with yellow icing
Just a mirror for the sun

-Just a mirror for the sun -dije en voz alta.
El viaje, el bochorno y la noche nos incitaron a los placeres oníricos, había suficientes cuartos para cada uno de nosotros. Solo, semidesnudo, cubierto con una delgada sábana, mirando un desconocido techo en la oscuridad, intenté dormir, di vueltas, escuche el ruido de los grillos que sirvió de arrullo. Y comencé a sumergirme en un reparador sueño: Me encontraba flotando en un gigantesco océano nocturno, y arriba de mí, una argenta luna llena me veía, no escuchaba nada más que el agua metiéndose por mis orejas, creando un ruido similar al chapoteo. Juraría que duró unos cuantos segundos mi sueño, pero el sol que me estaba dando en la cara, me indicaba que era hora de levantarse. Sumándole que Homero tocaba la puerta del cuarto que me prestó, diciendo:
-Ya levántate, tenemos que ver a los organizadores, nos invitaron a desayunar ¿recuerdas?
Dentro de un sueño, jamás sentí tanta calma, y desperté de buena gana, aunque, un sentimiento de melancolía, poco a poco, se apoderaba de mí.

*
-Nos da gusto que sean parte del festival que estamos organizando -dijo el hombre, un poco obeso, vestido de camisa blanca y rayas rojas, unos pesados lentes de plástico se posaban en su nariz, respondía al nombre de Eric.
-Nuestra intención es promocionar el movimiento undergraund de bandas del país -dijo el otro hombre, un poco más fornido y alto, de aspecto regiomontano, respondía al nombre de Joaquín-. Nuestro festival es una especie de contrapartida de los festivales de grupos mainstream que tanto pululan.
-Sí, queremos darles una oportunidad a bandas no tan conocidas y buenas como las de ustedes.
Nos invitaron a un restaurante, acondicionado en una vieja casa colonial, nos ubicábamos en un semicírculo, en el centro había una pequeña fuente, todo el local estaba rodeado de macetas llenas de muy diversas flores, sería la pesadilla de un daltónico -me imaginé-, ya que la diversidad de colores era tan fulgurante, que lastimaba la vista, el perfume que transmitían las plantas era embriagante. La comida no era la gran cosa, pero el lugar era agradable, prácticamente pagabas por estar ahí unos breves momentos de tu vida. Fijándome en los infinitos detalles del restaurante me servían de distracción para ignorar el discurso petulante de aquellos dos imbéciles que creen que el artista vive de filantropía, si no fuera porque nuestro burgués baterista financió el viaje, no estaríamos aquí.
-Es para nosotros un orgullo tocar aquí -qué otra cosa podía decirles.
-Queremos que toquen en la noche, después de Dinosaurs and Cadillacs -aconsejó Eric.
-¡Sería fabuloso! -comentó Roberto.
-Si todos están de acuerdo tocaremos en la noche -aseveré para que ya me dejaran comer en paz.
-¡Perfecto!
Terminada la conversación, por fin podía ocuparme a desayunar, mi café estaba frío de tanto parloteo, así como mis chilaquiles con bisteck. A mis otros tres amigos parecían no molestarles un desayuno frío.
-Si no tienen nada que hacer hoy en la noche -dijo Eric, una persona que me sorprendió su voracidad al comer, al grado de dejar limpio el plato-, podrían acompañarnos a una fiesta que vamos a dar en un antro, se llama Ernie's Disco.
-Además de promotores de la cultura, somos DJ's -añadió Joaquín orgulloso-. Tampoco es mala idea que salgan a visitar el pueblo, aprovechando que están aquí, ¿no creen?
Nos extendió un folletín turístico, lo cogí fingiendo una sonrisa. Ellos pagaron la cuenta y nosotros nos comprometimos a asistir a su fiesta. Cuando salimos, vimos las calles como espejismos, a la manera de westerns, con un calor así, a nadie le daban ganas de tocar. No sé quién de los cuatro sugirió visitar el parque Benito Juárez, no fue difícil hallarlo, al visitarlo, me quedé maravillado, ante su tranquilidad y belleza. Las palmeras nos proveían una fresca sombra (just a mirror for the sun?) y el aire fresco y puro, al menos a mí, tonificaba mis pulmones. Mis amigos querían dar una vuelta en bicicleta, yo prefería merodear a pie, nos citamos a las cuatro en el restaurante en el que no teníamos mucho de haber desayunado, ellos se marcharon a toda prisa, buscando, tal vez, importunar pueblerinas, y crear escándalo con sus timbres, yo me quedé con la libertad de caminar con toda la calma que se me antojara. La luz que atravesaba el tupido follaje de los árboles, le daba una sombría iluminación al parque, me sentí preso en un sueño, no me desagrado en absoluto. Para ser temporada de vacaciones, vi muy solo el espacio público. Siendo justos, el parque se me figuraba a muchos otros, eso me encantaba, no sólo era un refugio contra el sol, también era un refugio contra la nostalgia. Mientras me dejaba llevar por una impasible calma, similar a la del sueño de ayer, escuchando el cantar de unos socarrones pájaros, y contemplando los toboganes, columpios y demás juegos vacíos y uniformes, miré sentados, en una de las tantas bancas de hierro forjado, a una pareja. Siempre me incómoda ver una pareja feliz sobre un parque, es un insulto para el hombre solitario y contemplativo. No tardaron mis compañeros, aún en bicicletas, en encontrarme, dando rápidas vueltas sobre mi eje, como si fuéramos un enfurecido sistema solar, donde ellos son unos encarnizados y veloces planetas, y yo un tranquilo y quieto sol. Tenía que huir de los conductores de bicicletas frenéticos y de las parejas felices, el único lugar donde no encontraría eso, sería en una iglesia, que mejor que La Parroquia.
Posé mi cabeza hacia arriba para poder admirar el singular alfiler gótico del pueblo, era tan alto y puntiagudo que me dije a mi mismo que sería terrible arrojarse desde ahí al vacío. No aguantó mucho las alturas y por nada del mundo se me ocurriría ubicarme ahí. Con un olvidado respeto a los monumentos sacros, entré a la iglesia, no soy un católico practicante, pero sentí la necesidad de persignarme.
Me encuentro en tu iglesia, oh San Miguel Arcángel, protector de Israel, ángel guerrero y exterminador, enemigo acérrimo de lucifer, tu trompeta sonará el día del juicio final. Aquí estoy, un fiel agnóstico, que viene a visitarte a tu recinto, en señal de respeto a tu imagen. Escuchó tu sagrado coro en el altar mayor, y me siento en tus bancos, para reflexionar, ya que como hombre, por añadidura, soy pecador. Pero soy un hombre indefinido en muchas maneras, creo que me quedaré atrapado en el limbo, no he pecado lo suficiente para merecer el infierno, ni he alabado el nombre de Dios y el Tuyo con la devoción suficiente para ser perdonado y acceder al paraíso. Me retiró pues, para dejar de profanar tu santa sede, con la esperanza de que nunca llegué tu venida sobre la tierra.
Tome el tranvía para seguir contemplando la belleza de un pueblo que se conoce poco, a comparación de las ciudades de Guanajuato y Querétaro, grandilocuentes hermanas que esconden la dulce hermosura de su hermana menor del bajío. La gente debe de huir del calor, pensé, al ver tan solas las calles, dejándome llevar por el lento ritmo del tranvía, y su jocosa campanilla que sonaba en cada parada.

*

Nuestro ensayo fue como todos los que tenemos, enérgico, fuerte, y desgarrador. Hice sonar los amplificadores Fender con mucha agresividad, nunca escuche el bajo de Carlos tan aterciopelado como esta vez y Homero nos dio un preciso, al mismo tiempo que frenético ritmo. Si vinimos a destrozar la calma del vecindario, pues cumplimos nuestra misión sobradamente. Sobre la ventana que daba en la terraza, el sol iba ocultándose dando paso a la noche. La fiesta a la que nos habían invitado sería a las nueve, todavía faltaba mucho para esa hora. La gente suele creer que el rock es puro guateque: sexo, drogas y diversión. Sigo en la espera de todas esas cosas. La verdad es poco glamurosa, ensayamos mucho, repetimos la canciones cuantas veces creamos posibles, y la mayoría del tiempo, tocamos en nuestros cinco sentidos, lejos de los estupefacientes y opiáceos. Será por eso que todavía no tenemos un contrato discográfico, lucimos como un trío de niños bien que tocan un género que no les corresponde. La imagen lo es todo, tenemos la música mas no el físico. Al tomar un descanso, Roberto, el único espectador de un ensayo que pecaba de ordenado y serio, preguntó:
-¿Tocarán Madeline, en directo?
Madeline es una balada que compuse, inspirada, por ridículo que parezca, en una caricatura que veía de niño, recuerdo que trataba sobre una niña francesa que estaba internada en una escuela de monjas, al menos, es lo que logro memorar. Tomé prestado su nombre para, en una sencilla y cursi letra, describir a la mujer perfecta, a la chica de mis sueños.
-Me gustaría tocarla -dije-, pero no sé si sea del agrado del público, tú sabes, desentona con el rock enérgico que usualmente tocamos.
-We, tenemos que tocarla -insistió Homero.
-Lo pensaré.
Seguimos repasamos nuestro repertorio, hasta que oscureció, llegando la hora de salir a la vida nocturna de San Miguel. Necesité de un expreso cuádruple, al menos para no dormirme, los ensayos me dejan exhausto.

*

De noche, San Miguel pasaba de ser un pueblo poco poblado, conservador y casi fantasmal, a uno bullicioso y sobrehabitado. La gente salía a las calles a buscar diversión, si la tranquilidad y la decencia eran la norma mientras el sol siguiera colgado del cielo, una vez caída la noche, las calles se transformaban en un espectral carnaval. Llegar a la discoteca no fue ningún problema, ahí vimos, con letras doradas manuscritas, el letrero en la marquesina que decía Earnie's Disco. Nos estacionamos, dimos nuestros nombres (estábamos en la lista de invitados) y subimos a unas escaleras de herrería en espiral. El salón estaba a reventar y el indescifrable sonido que salía de las bocinas causaba ofuscación. Me consternaba que las personas entablaran conversaciones con semejante algarabía. Nuestros amigos organizadores de eventos y DJ's se encontraban hasta el fondo, así que nos costo trabajo desplazarnos. La iluminación del lugar era oscura y azulada, con pretensión de incitar a la pasión, el local era en realidad una casa del tipo victoriano, acondicionado para ser un antro. Rehuíamos de la gente, que era una mezcla muy homogénea de extranjeros y jóvenes pudientes. Ninguna chica llamaba mi atención, las mujeres que sólo les gusta provocar, simulando ser chicas de poca monta, pueden ser un peligro, es mejor dejarlas en paz; el hecho de que vistan como putas, según ellas, no nos da derecho de tratarlas como tales. Pasamos de largo para ver a Eric y Joaquín jugando con sus tornamesas y sus juguetes para mezclar sonidos, ambos portaban unos muy visibles auriculares.
-¿La están pasando bien? -inquirió Eric, destapando uno de los lados del auricular.
Todos respondimos con un monosílabo.
-Necesito un trago -le avisé al oído de Homero.
La barra se encontraba en el extremo opuesto, volví a avanzar dificultosamente. Las multitudes llegan a marearme. La vida contemplativa tiene privaciones, si uno prefiere quedarse en casa viendo películas viejas o leyendo un libro, invariablemente se queda enclaustrado en la soledad. Es un terrible hecho indefectible: la sociedad ama la extroversión, pero... ¿cuán solo se puede estar, aun rodeado de gente? Quizá era mi caso, me sentía solo en esa multitud y necesitaba un trago para hacer la fiesta medianamente tolerable, pedí un martini seco, sentí nostalgia, porque era el aperitivo que nos daban, a mi padre y a mí, en un restaurante del centro de la ciudad,“La catedral” se llamaba. Sirvieron mi trago en un pequeño vaso de vidrio, no tuve prisa en apurarlo. Paso a paso (y sorbo a sorbo), me dirigí de nuevo con mis amigos, en un ambiente desconocido, se prefiere la compañía de los aliados. Vi impertérrito la fiesta, sintiendo asco y fastidio, infeliz, porque mi dulce martini se terminaba.
La música cambió, ya no eran las habituales tonadas de moda, reconocí un suave piano eléctrico empalmarse con una guitarra acústica, los acordes eran sincopados. Eric y Joaquín no eran jóvenes, eran unos cuarentones que se negaban a madurar. Por eso no me sorprendió su poco sutil cambio, la canción seguramente la escucharon en su lejana adolescencia. Exactamente cuando reconocí el tema (Jaime López: Corazón de Cacto), mis ojos, se posaron azarosamente en la espalda de una mujer moviéndose al ritmo de la canción, ya no los pude apartar. Traía un vestido que era como si la misma noche cubriera su piel morena, llevaba puestos unos grandes aretes en forma de aro, de su nuca salía un ondulante cabello como una enredadera otoñal, rojizo y fulgurante como el acabado de mi guitarra. Automáticamente, dejé mi vaso en una de las bocinas, y sin apartar mi vista de ella, quise acercarme. Los indistintos rostros no paraban de atravesarse, mi ritmo cardíaco aumento, el golpe fulminante, vi su rostro de perfil, sonriendo, era la belleza más pura que jamás había visto, supe en ese instante que ella era la mujer por la que tanto esperé, si no la conocía, me arrepentiría por el resto de mi vida. Caminé para ir a su encuentro, soslayándome sobre los comensales con empujones, intentando no perder de vista aquel rostro tan perfecto. «Por fin te encuentro» le diría, «estamos juntos, como debió haber sido siempre, al verte sé que eres la mujer para mí, y al verme espero que no me consideres tan indigno de ti». Me desplacé muy lentamente, a medida que me acercaba, ella se alejaba un poco más, hice un esfuerzo heroico por no perderla de vista, me sentía como atrapado en un túnel infinito. Todavía me encontraba lejos de acudir a su encuentro.
-¡Hijo de tu puta madre! -grito, un fornido sujeto, quien pasará a la historia como el más grande imbécil, por procrastinar mi encuentro con la mujer de mi vida-, ¡tiraste mis pinches cervezas hijo!
Me empujó, caí al suelo, mojado de cerveza, estaba tan embelesado por la inesperada belleza de aquella mujer, que no sentí el golpe al caer. Las personas miraron con aprehensión al sujeto. Al levantarme supe que tenía que comportarme de manera diplomática, la perdería si no actuaba rápido y una pelea me incapacitaría para tocar.
-Amigo, dispénseme usted, no fue mi intención derramar sus cervezas, en un segundo se las retribuyo, si me permite tengo algo que hacer.
Mi gesto de educación ante un atropello lo confundió, volví a emprender la búsqueda de la nueva dueña de mi lastimado y adolorido corazón. Para que mentir que casi lloro de la preocupación, por un pueril incidente la perdí ¡La perdí!, seguía desplazándome, el fabuloso interludio de metales de la canción me importó poco. Desee saber su nombre para gritarlo, jamás sentí tanta preocupación por perder algo, dejarlo ir. El amor es ciego, frágil, tonto. Pero el amor a primera vista es un milagro, y nunca he sentido tan repentino cariño por mujer alguna. Me encontraba en la peor prisión posible, una llena de gente, por más que volteaba y miraba, no la hallaba... quizá estaba en la salida ¡sí! Bajó para irse de este infierno. Me dirigí hacia la escalera de herrería en espiral por la que habíamos subido, ¡Oh dios! Las personas ahí presentes bloqueaban el camino. Tuve que importunar a parejas que no tenían el menor pudor al fajar recargados en una pared, o algunos distraídos amantes, sentados a sus anchas, sobre los escalones, hablando de sabrá dios qué. Llegué al piso de abajo. De reojo, ya casi a la salida, la vi de lejos. Me pareció más sublime cada segundo, daba la impresión de estar acompañada, hablaba con un interlocutor invisible por la multitud, y porque la esquina de la escalera me impedía apreciar más. Me calmé por un breve instante, desgraciadamente, el primer piso estaba igual de bloqueado. Esquive y empuje a los comensales como pude, volví a perderla de vista, la agobiante ansiedad llegó con mucho más fuerza y no pude reprimir un sollozo. Avancé a un paso lentísimo, tanta gente, ¡Tanta maldita gente!, perdí su ubicación, mi angustia acrecentó, escuché el ruido de un motor encendiéndose, podría ser ella, de ser así tenía poco tiempo para alcanzarla, como pude, salí del edificio, antes ya había escuchado el ruido que hace un coche al ponerse en marcha. No vi nada, tan sólo percibí el olor de la gasolina, se había ido. Sería iluso buscarla en calles que conozco poco. Quienes han amado ciegamente, entenderán porque terminé recargado en una pared llorando. Todos los hechos y circunstancias de mi vida tendrían sentido si desembocaban en que pudiera conocer a esa persona; aquella maravillosa mujer de la diáfana sonrisa, perfecta cintura de avispa, y fulgurante cabello castaño rojizo. Mientras cerraba mis ojos para llorar, su rostro se me aparecía perfectamente nítido en mi mente.
Poco rato después, salió Homero de la discoteca, probablemente a buscarme. Yo seguía triste por la irreparable pérdida.
-¿Qué te pasa we? -dijo preocupado, es el más paternalista del grupo.
Enjugándome las lágrimas en la única manga de mi saco que tenía seca, respondí.
-Perdí a la mujer de mi vida.

Continuara...

lunes, 12 de marzo de 2012

Los pinches hipsters o I am a Legend güey


Intento evitar, por lo regular, los Starbucks y los American Apparel, siempre con éxito. Sin embargo, llega el momento de caer en lo inevitable. Encontrarme algún pinche hipster por la calle, es normal que en la colonia donde vivo abunden. Pero últimamente aparecen por todos lados.
Verbigracia: Abordo el tren subterráneo, pacientemente, sin ningún sobresalto, al verlo lleno, me encuentro con esos raros espécimenes; con sombreros que les cortan la circulación del cerebro; anticuados lentes de pasta dura negra, y un chaleco que cubre su camiseta de “niño pobre nice”. Aguanto las nauseas, comienzo a contar cuántos hipsters hay adentro, uno, dos, tres, cuatro... todo el vagón, no me molesta que existan, me molesta que sean demasiados.
El calor es insufrible, y ellos, muy campantes, cargan afeminadas bufandas de seda atadas al pescuezo. El miedo me corroe, ¿cómo pueden ser tantos? ¿Serán zombies o una extraña enfermedad que se contagia? No es tan lejano a la realidad, ahora que lo pienso, sus oídos están tapados por los audífonos donde escuchan su hipnótica e inverosímil música. Veo que todos traen aparatos y demás parafernalia del difunto Steve Jobs, eso explica, en parte, porque su otrora compañía no se va a la quiebra.
Las estaciones parecen alargarse el doble de su distancia real, observo la hilera de asientos ocupados, lleno de hipsters meneando la cabeza al unísono, no me sorprendería descubrir que sus aparatos reproductores de música estén sincronizados para que repitan la misma canción una y otra vez. El calor se encapsula y huelo el fétido vapor de una loción barata.
Ellos no hablan castellano, hablan un extraño dialecto que es entre: inglés, japonés, francés, ruso y nadsat, convirtiendo la pesadilla de Anthony Burgess en realidad, con la excepción de que serían incapaces de enfrentar situaciones violentas. Si un ejército de granaderos se presentara para reprimirlos, ello no pondrían resistencia, darían su trasero para evitar golpes y represalias, y se irían a sus casas a dormir después de beber un café de máquina expendedora o un té helado. Eso sí, corriendo en bicicleta, sobre las tercermundistas calles de la ciudad que no están diseñadas para vehículos bípedos, oliendo el smog de un corrupto camión de carga, que sobornó para pasar la prueba de verificación. Si un hipster, leyera esto, me tacharía de loco, reaccionario y derechista, y que debería ser como ellos; que luchan por las causas “nobles y justas”, tales como: El matrimonio gay (¿no todos los matrimonios son “alegres”?), la ecología desaforada, el apoyo al arte independiente y por tener un Starbucks en cada esquina. También se solazará de pertenecer al movimiento internacional de la indignación. Yo le contestaré que para ser indignado, se necesita ser pobre, tanto, como para dejar de estudiar por la necesidad de buscar trabajo, y vender todos sus símbolos de status para comer. En pocas palabras... dejar de ser un hipster.
Al llegar a la estación de transborde. Mientras subo la escalera eléctrica, las miradas parcas de los hipsters me hacen pensar que soy invisible para ellos. Ellos no pueden ver más allá de su universo exiguo, parecen inmersos en una realidad virtual que hace parecer el Distrito Federal como un paraíso primermundista. Tengo la teoría que dentro de sus gafas aparecen imágenes de las calles de Londres, Vancouver, Tokio y Nueva York. Ellos siguen su marcha hacia ningún lado, para que, posteriormente, en fin de semana, vayan a sus guateques, que es donde supongo yo que se reproducen. Empero, sus atuendos tan asexuales me hace reflexionar que no usan el coito como forma de concepción. Yo creo que se reproducen por miosis o como pequeños gremlins, les echas agua, y de la nada aparecen una docena de hipsters, con todo y Ipad en la mano.
En las boutiques de ropa, se esfuerzan en comprar una camisera de primera mano que luzca como si fuera de segunda. Compra ropa que bien pudo salir de un basurero como si fuera ropa de marca; pantalones destrozados a propósito con un precio con el cual podría comprar despensa para una semana. El hipster, a su vez, odia todo lo que conlleve un exceso de gasto de energía eléctrica, pero no se muestra muy preocupado cuando quiere escuchar su música “acústica” a todo volumen mientras pone a cargar su teléfono de nueva generación, sus netbooks, y demás artilugios portátiles.
Yo sigo mi camino, esperando otro tren a orillas del anden. Preocupado por la mujer que pueda ser infectada por el virus del hipster. Lo digo, porque el hipster no tiene género, son una masa asexual como ya antes lo he mencionado. La hembra hipster pasa por una lenta metamorfosis: primero luce hermosa y coqueta como cualquier mujer que intenta adaptar algo ajeno a ella. Para que luego, sea envuelta en una crisálida de revistas modernas, cartelones de grupos desconocidos (que convendría mantenerlos en el anonimato) y publicidad hecha por un diseñador gráfico drogado. Al salir del capullo se vuelve un ser carente de alma, cegada por el peso de sus anteojos de plástico.
Salgo de la estación del metro, como perseguido por una amenaza invisible, el pánico me invade y al salir a una calle cubierta por la oscuridad, los veo reunidos a manera de pequeñas tribus. No son una amenaza, pero si continúan multiplicándose, llegarán a serlo. Corro para huir de esa pesadilla, así como el espíritu de Robert Neville se apodera de mí, estoy tentado a grita “soy leyenda”. ¿Quiero comprar un café? Veo el amorfo ser con un piercing cerca del labio y la pose de desinterés clavada en el rostro. ¿Quiero refugiarme en un cine? Las butacas se encuentran llenas de seres con prendas anacrónicas, buscando el mensaje librepensador de una película cuyo único deseo es incomodar. ¿Quiero relajarme en un parque? El hipster saca a pasear a sus bestias al mismo tiempo que crea el tránsito de bicicletas en medio de la vía pública. Sigo corriendo, hasta que mi corazón lata frenéticamente y mis piernas me duelan. Termino recargado en una pared para tomar un descanso, un venerable anciano me ve y se acerca. Su aspecto humano me tranquiliza. Le sonrió. Él, preocupado, me dice:
-Joven, ¿es usted un hipster?