Parte
dos
En sueños se me apareció volando en una luna blanca afuera de mi
ventana, tenía los brazos abiertos que me invitaban a acercarme a
ella, llevaba un vestido blanco que poseía un misterioso brillo. Yo
abría mi ventana y volaba hacía sus brazos. Despertar de un sueño
así es desmotivante.
¿Quién era la mujer de la discoteca? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo
la volvería a ver? Reflexiones vanas que formulaba mientras hacía
un puchero con los aguados corn flakes del desayuno. Ya todo
dejó de tener sentido para mí: el viaje, la música, el concierto,
todo me daba igual.
-¿Ahora a este qué le ocurre? -preguntó Carlos a Homero,
creyendo que no lo escuchaba.
-Perdió al amor de su vida o algo así.
Unos pocos segundos pueden influir en el destino de las personas:
son el coche que está apunto de atropellarnos; son el anuncio que
esperábamos en una línea que estamos casi a nada de leer en el
periódico; son la oportunidad única e irrepetible en medio de
nuestras narices; son el aviso oportuno sonando en el teléfono,
esperando a que te dignes en contestar. En mi caso, ver el amor de mi
vida, por el que tan pacientemente esperé, y que en un momento
lacónico, huyo de mí, sin siquiera dirigirme una mirada, y darse
cuenta en ese inexistente santiamén, que yo la amaba más que a
ninguna otra cosa en el universo.
-Vamos amigos, hay muchos peces en el mar -dijo Roberto.
Sí, hay demasiados peces comunes en el mar, pero solo un pez
dorado oculto en un enorme cardumen, no contesté.
-Ánimo we, con seguridad la verás en medio del público en el
concierto que vamos a dar.
No me gusta aferrarme a falsas esperanza (sigo creyendo que esa
expresión es un pleonasmo), pero la fe ciega en algo, es el único
aliciente que puede tener un hombre, que cree que lo ha perdido todo.
-¿Tú crees?
-Tú confía -el optimismo desaforado de Homero, a veces me
molesta.
Comí mis hojuelas con leche muy desganado. Roberto, que al menos
tenía algo con qué entretenerse, miraba el folletín turístico,
que nos dieron Eric y Joaquín, con mucho interés. No tardo en
sugerir con emoción un destino.
-¡Por qué no vamos a este parque acuático!
Ir a un balneario privado no estaba dentro de mis planes, de
tenerlo contemplado, hubiera equipado un traje de baño en mi maleta.
Pero mis amigos, que buscaban experiencias estimulantes, y que con el
sol de primavera de la mañana lo menos que querían era ponerse a
tocar, pensaron que sería una buena idea. Deprimido o no, pienso que
los parques acuáticos son sitios muy vulgares. Terminaron llevándome
a rastras del coche, antes le encargué a la anciana señora que de
favor mandara mi sucio saco a la tintorería, tenía el compromiso de
tocar en el centro histórico del pueblo, y quería verme bien... por
si volvía a verla.
El parque acuático estaba pocos kilómetros lejos del pueblo, el
improvisado viaje no me causaba ninguna felicidad, intuían que una
zambullida al agua mágicamente aliviaría mis pesares y desdichas.
Yo lo único que quería hacer era encerrarme en un cuarto, mirar
hacía el techo e imaginarla, despedazar los pétalos de una flor
haciéndome la pregunta ¿la volveré a ver?, para después, tomar mi
guitarra y componerle una canción a la anónima chica de la
discoteca... pero esperen, ya tengo una, Madeline, signo
inconfundible de que la amo mucho antes de conocerla. Después de
transitar por un árido paisaje, vi que cruzamos un gigantesco
anunció que decía:
¡Bienvenidos al parque acuático “Vértigo”!
Ya veía venir la sopa humana, que son las multitudes, llenando una
alberca, me causaba repulsión. Yo a cada momento me remitía a la
memoria del más bello rostro que recuerdo, para alejar tan nefasto
pensamiento. Me parecía increíble que apenas ayer en la noche -¿o
más bien fue hoy en la madrugada? El sentido del tiempo se pierde al
enamorarse-, se me hubiera aparecido, como el momento sublime perdido
en una gran lista de “hubieras”.
Flotaba en una enorme piscina, el sol me daba en el rostro. Las
piscinas... un refugio para el sol, just a mirror for the sun,
pensé. Era como el sueño de mi primera noche en San Miguel,
sólo que en vez de una tranquila y apacible luna, estaba a la merced
de un despiadado y lacerante sol. Me di una zambullida en el agua una
vez más, al menos, nadie notaría mis lágrimas metiéndome de lleno
en el agua. Tuvimos que comprar unos trajes de baño, recalco,
ninguno de nosotros preveía un repentino viaje a un parque acuático,
que, por cierto, estaba medianamente poblado. Mis amigos, al mirar el
mapa de las atracciones, se emocionaron. Yo sólo quería meterme a
una alberca, para ver si olvida, al menos por un segundo, a la chica
de la que no llegué a saber nada... excepto que era bella.
-¿No quieres dar un salto al trampolín? -me preguntó Homero,
tuve que descifrar lo que decía, los oídos se me taparon un poco
con el agua.
No aguanto mucho las alturas. Aunque les cueste creerlo, cuando veo
una película y aparece un plano hacía el vacío, me da mucha
ansiedad y nerviosismo. No tengo lo que se podría decir, “un miedo
a las alturas”, simplemente es algo que prefiero evitar, como el
amor... y fue por el amor que acepté una invitación que contradice
mi espíritu contemplativo y calmado. No sé dónde leí que para
olvidar un mal, no hay mejor remedio que hacer o estar expuesto ante
algo que nos aterra para olvidarlo. Nunca he saltado de un trampolín
olímpico, y de no ser porque el triste pensamiento de no
reencontrarme con la chica de mis sueños seguía atormentándome, no
hubiera aceptado la invitación.
-¿Sigues pensando en la chica que vistes?
-Sí -le conteste a Homero, mientras que, junto con Carlos y
Roberto, nos dirigíamos al trampolín olímpico.
-La encontrarás, estoy seguro, tú confía -me gustaría ser tan
optimista como mi amigo, sería un verdadero alivio.
Llegamos a la imponente torre de concreto, tenía tres trampolines,
uno de cinco metros, otro de siete, y el más escalofriante de todos,
el de diez. Aunque todos estaban muy impacientes por aventarse, yo me
ubiqué atrás de Homero, el sería el primero en lanzarse en picada
hacía la piscina, yo le seguiría después, mala elección quizá,
no me daría tiempo de arrepentirme, pero... ¿qué trampolín
elegirían estos cabrones?. El trampolín de cinco metro tal vez lo
aguanté, el de siete me causará nauseas, el de diez será la muerte
para mí. Subimos las escaleras, yo rogaba porque fuera el de cinco
¡el de cinco por favor!, las escaleras estaban calientes, ay,
lastimaban los pies y las manos, avanzamos hasta rebasar la de cinco.
Vi hacia abajo, la distancia ahora era un poco menos que tolerable,
seguimos hasta llegar a las de siete, mejor ni mirar hacía abajo,
seguimos avanzando, mantuve mis ojos cerrados, ¡por el miedo olvidé
en una milésima de segundo que la mujer de la discoteca existía!
Llegamos a los diez metros, Homero, alto y de cuerpo más atlético
saltó de la tabla impávidamente. Llegó mi turno, mis amigos me
miraban con impaciencia, me posé con parsimonia en la tabla, miré
al vacío. ¡Ay! Era como si me tirara del piso donde vivo. No quería
verme como un pusilánime delante de mis colegas, puse un pie sobre
la delgada tabla, luego la otra, y así, hasta que recordé la
perfecta risa de la mujer anónima, quise matarme por perderla, y la
única manera de “suicidarme” sin sufrir la consecuencia de la
muerte, era dando un clavado y dejarme llevar por la vertiginosa
sensación de caída. Estaba ya en el borde, recordando su rostro me
lancé, con los ojos cerrados, no fue un salto muy deportista, la
sensación de caída hizo que mi mente se bloqueara, como si en el
aire me hubiera desmayado, sin embargo, estaba consciente; me sentí
suspendido en el aire; fue aterrador, pero, por estúpido que
parezca, fue también placentero. Quien haya mirado mi caída,
juraría que duro menos de un suspiro, pero para mi, la acción duró
un corto lapsus de eternidad. Toqué el agua, al abrir los ojos
descubrí que estaba en el fondo de la piscina. Silencio total, ¿será
la muerte? Subí a superficie a toda velocidad, con los ojos
adoloridos por el agua que me entró. Al tallar mis ojos y dar unas
fuertes bocanadas de aire, me dije a mi mismo que eso fue la
experiencia más terrible y excitante de mi vida, eso demuestra lo
patético y cobarde que soy. Cuando ya me reincorporé, sucedió un
milagro.
La vista la tenía borrosa -uso gafas, todos las usamos a excepción
de Roberto-, mis oídos estaban llenos de agua, pero un poco lejos,
cinco metros aproximadamente, observé a una hermosa chica en bikini
azul cielo, portaba lentes oscuros, y amarrada a la cintura, llevaba
una mascada de seda de tonos verdosos. Pude reconocer su hermosas
sonrisa, el color café claro de su piel y la otoñal y rojiza
melena, casi lloro de la emoción, ¡era ella! ¡La chica de la
discoteca! ¡Ahora renombrada como la chica del parque acuático o
del bikini azul cielo! ¿Será una ilusión provocada por la
adrenalina? ¿Habré muerto al caer? ¿Me desmaye y estoy soñando?
No, el destino nos reunía otra vez, ¡el optimismo de Homero dejó
de ser una patraña!
Maldije mi natural miopía, si bien parcialmente pude reconocerla,
se me presentaba como una mancha borrosa, un espejismo provocado por
el calor. Seguí flotando con todo el cuerpo sumergido en el agua, a
excepción de la cabeza, vislumbré que iba acompañada de un grupo
de jóvenes. No distinguí, a grandes rasgos, las facciones de
ninguno del grupo que la acompañaba, sólo me centré en la borrosa
imagen de mi deseo, acostarse plácidamente sobre un camastro de
plástico. No se moverá de ahí, aseveré, así que a toda prisa, me
fui a la orilla que mis amigos y yo ocupábamos, que convenientemente
se ubicaba paralelamente al lado de ella, nadé a toda velocidad,
esquivando una vez más a las multitudes: niños en salvavidas,
adultos jugando un improvisado voleibol acuático, misceláneos
bañistas que no paraban de atravesarse en camino. Llegué campante a
la calurosa orilla.
Desconcertado, medité: doy un paso al vacío y encuentro al amor de
mi vida, como si el fondo al que caí fuera un vortex, que me llevó
a otra dimensión, a su dimensión.
Mis amigos se habían tomado un breve receso del agua, comían
unos cuántos emparedados y bebían refresco, mirando siempre
enfrente de la orilla, necesité mis lentes, quería corroborar mi
visión. Busqué con desesperación en nuestras cosas.
-We, ¿qué buscas?
-¡Mis lentes!, ¡los necesito!, ¡tenías razón, la encontré!
-Tranquilo, deben estar en ésta bolsa.
Tomé unos lentes que tenían mucho aumento, otros que tenía muy
poco, hasta que di con los mios. Me los puse, ¡demonios! Ahora
estaba demasiado lejos para apreciarla, de nuevo se me presentaba
como una distante mancha. Por fortuna, equipé unos prismáticos,
nunca imaginé que me fueran a ser de utilidad. Al ponerlos, ajusté
el aumento e intente enfocar al objeto de mi atención. Después de
que mi campo de visión fuera interrumpido por pelotas de playa,
llantas y otros inflables. La aceché: seguía con sus lentes de sol
puestos, acostada sobre el camastro, poniéndose bronceador en sus
brazos, traía el cabello amarrado. Los minutos que me la pasé
admirándola los disfruté sobremanera.
-¿Quién es we? -el we de Homero sonó casi a güey.
Le pasé los prismáticos con la correa de cuero aún rodeando mi
pescuezo.
-Es la chica de bikini azul, la que está justo enfrente de
nosotros.
A lo lejos noté que ahora estaba totalmente acostada, no
inclinada como yo la vi.
-Parece ser bastante atractiva -comentó sobriamente Homero.
Necesité un buen trago de té helado, para quitarme el sabor a
cloro que me dejó la piscina. No quise probar uno de los sandwitches
que nos hizo el favor de prepara la anciana señora del servicio. No
tenía hambre. Homero me regresó los prismáticos, estaba demasiado
ocupado devorando su lunch y bebiendo su coca cola de
litro y medio.
-Iremos a la gran resbaladilla “Vértigo” ¿no gustas
acompañarnos? -sugirió uno de mis compañeros, no supe quién,
estaba absorto vigilando a la chica del bikini azul.
-Vayan sin mí, nos vemos aquí a las tres de la tarde -aunque no
la hubiera encontrado, me negaría a subir a una gigantesca
resbaladilla acuática, que ponderaba ser la más grande del país,
con el episodio del trampolín tenía suficiente.
-Bueno... suerte con la chica, ahí luego nos cuentas cómo te fue.
Me quedé solo.
No supe qué hacer ¿me la pasaría aquí, en mi orilla,
observándola todo el tiempo? ¿O me acercaría a ella, la invitaría
a tomar un helado -no sé si me alcance, Homero es el del dinero- y
pasearíamos alegremente por todo el balneario? ¿Qué tal si va
acompañada, y no quiere abandonar a sus amigos? Tenía que revisar
el panorama antes de hacer cualquier movimiento. Por mucho que me
pesara, tuve que desviar mis prismáticos de su fantástica visión;
la misteriosa y sublime belleza de la chica. Oteé el territorio, a
la izquierda se encontraba todo un séquito de jovencitas
medianamente agraciadas, sin ser tremendamente bellas como ella,
deduje que eran sus amigas, observaba que ladeaba la cabeza para
decirles algo. Regresé a la mujer de mis sueños: cambió de
posición en el camastro, ahora estaba acostada boca abajo, posición
mucho muy interesante, me daba la oportunidad de contemplar sus
nalgas y esa sensual y misteriosa espalda; a su derecha parecía
hablar con alguien. Me vi obligado a indagar. A su derecha estaba lo
que más temía, al odiado e ignorado rival, sentado con las piernas
abiertas sobre otro camastro, podría calificarlo como un esperpento
-¡quién no califica de esperpentos a sus rivales!-, litros de gel
en la puntiaguda cabellera, lentes oscuros demasiado grandes y
ostentosos, moreno cenizo y quizá un poco más alto que yo, y...
para mi vergüenza, quizá también más joven. Yo tengo casi
veinticinco, la chica debe tener cerca de diecinueve y el rival un
poco más de eso. Tener un rival joven sólo acrecienta la ignominia
del hombre serio y contemplativo. Lo único que me quedaba era
observar. El rival parecía estar ocupado de sus asuntos, mirando
hacía la nada -¿con esos lentes verá algo? -, tal vez estaba
drogado o crudo, le decía unas pocas palabras al aire a la chica,
ella le sonreía. Me carcomía la envidia. Luego, el sujeto se
levantó para contestar o hacer una llamada, dio unos breves pasos
por la orilla de la piscina, iba de izquierda a derecha el muy
imbécil. Ella se paró poco después; tanta bellezas en manos de
esperpentos acaudalados -indagué eso por el teléfono celular que
portaba, también porque, probablemente, era el interlocutor
invisible en la noche de la discoteca, por lo tanto él fue quien se
la llevo en coche, impidiendo mi encuentro con ella-, sin ningún
talento ni gracia de este país. La vi abrazándolo mientras él le
daba la espalda, más ocupado en su llamada, ella le besó un hombro.
Maldije, me quité los prismáticos, me tiré al suelo. Qué curioso,
me dije, ahora el cielo estaba nublado, un poco de fresco no cae mal
en un día caluroso, me hallé sumamente indignado... no soy un genio
musical o algo que se le parezca, pero me sentía merecedor del amor
de esa mujer, por el simple hecho de ser un artista que se refugia en
la belleza para tener un poco de paz interna. Un cuarto de siglo
esperando a que una mujer me robe el aliento y la encuentro en esas
condiciones.
Escuché un chapuceo y alguien gritando un nombre que sonaba como a
Ana o Alejandra.
Me levanté para continuar el acecho, aliviado descubrí que el
esperpento se marchó, vi su asiento vacío; ya no estaban sus cosas,
pero tampoco la chica del bikini azul se encontraba reclinada en su
camastro o cerca de la orilla. Nerviosamente, la busqué con los
prismáticos. La hallé dentro de la piscina, nadando cual sirena,
ahora esa belleza estaba más cerca de mí. Aprecié su delicada y
deliciosa figura nadar. ¿Se me habría presentado una oportunidad?
¿la oportunidad de mi vida?
La indecisión me mantuvo quieto, mojando mis pies en la orilla,
sin hacer nada, excepto admirarla.
¿Cómo explicarle mi deseo de conocerla, contemplarla, y sobre
todo, amarla? Me imaginé la ridícula escena que haría al intentar
entablar una conversación: «Hola nena» diría «soy un músico y
tengo un grupo de rock, tocaremos en el centro histórico del pueblo
¿nos honrarías con tu presencia?» ella, al escuchar mis palabras,
frunciría el ceño, y se marcharía indiferente. Otra opción sería
hablar de forma más casual: «¿Te gusta nadar?» ¡Qué estupidez!
Si la estoy viendo nadar con destreza ¡oh! Con ese bañador que le
cae de perlas... empiezo a creer que tengo dos grandes fobias, a las
alturas y a las mujeres.
De nuevo, tomé los prismáticos y me límite a seguir cada
movimiento: nadando de braza, mariposa y mi favorito, de espaldas.
Verla flotar era un regalo divino, me sentí ahora envidioso del agua
que la cubría y no tenía el mayor recelo de tocar su cuerpo,
maravilloso, al igual que su rostro, de finas facciones que
describiría como “peninsulares”, pero también se me figuraba un
poco como sefardí o gitana. El misterio de su belleza quizá sea
producto de la tremenda mezcla cultural de nuestra nación, sólo
podía estar seguro de una cosa, era toda una damisela del bajío.
Me sentí cobarde, estúpido y patético, resguardado en mi orilla,
sin entablar contacto directo con ella. Desee ser rico, atlético o
tal vez famoso. Para ella quizá cualquier cualidad sea poca cosa.
Sentí dolor al reconocer que el único impedimento de estar con ella
era yo.
Se volvió a presentarme su sublime figura, de pie, en su orilla,
secándose con una toalla, sus amigas se alejaban, la dejaban sola...
¿Por qué pierdo el tiempo? ¡Ve por ella! Traté de darme ánimos.
Me sumergí a la alberca, nadaría hasta su orilla, e improvisaría
una conversación. ¡Soy un músico! Eso debe contar de algo. Nadé
lo más rápido que pude, era una larga línea recta, pero el
esfuerzo lo valdría. Nadé con los ojos cerrados, y ya al llegar a
su orilla vi su camastro vacío. Ahora mi cobardía e introversión
fueron los culpables de que la perdiera. Antes de volver a ponerme a
llorar, miré a todos lados, no podía estar muy lejos. Me dejé
llevar por mi intuición y atravesé una zona arbolada, que
insólitamente, algunos bañistas la usaban para darse un “día de
campo”. Sin mis lentes y muy al fondo, logré ver una espalda
rodeada por un diminuto hilo azul, la cadera cubierta con una
mascada, y la inconfundible melena del color de las hojas de maple,
era ella. Corrí, esta vez no me lo perdonó, me reprendía. Enfrente
estaban una serie de tubos, que eran el esqueleto y soporte de la
gigantesca resbaladilla, ¡Qué no se le ocurra subirse ahí! Ni
modo, tuve que internarme en el extraño edificio de color azul
marino -ya me empezaba a chocar el color ese-. Ella avanzaba, segura,
sin mirar atrás, yo por más que corría no la alcanzaba. Seguía a
una valiente gacela, en medio de una construcción donde los tubos y
demás artificios arquitectónicos impedían el paso. ¿Adónde iba?
Las escaleras para ir a la resbaladilla estaban del otro lado. ¿Por
qué tomó un camino tan raro? Muchas dudas me inquietaron en mi
acecho. Consideré como dolorosa la certidumbre de que ella ignoraba
que la seguía.
Gateando debajo de un gigantesco tubo, llegamos a una suerte de
paraíso, o al menos así lo creí. Era un rectángulo oculto entre
la principal atracción y algún otro edificio del parque acuático,
nos encontrábamos rodeados de enredaderas y musgos. Un minúsculo
estanque estaba enfrente de una extraña caverna hecha de piedra, que
no sé porqué me remitía a una catacumba romana, que seguramente
habré visto en la fotografía de algún libro de historia. Ella, sin
pensarlo dos veces, se metió a la insólita cueva, dejó, antes, su
mascada encima de una piedra. Se perdió en la profunda oscuridad de
la caverna. En lo que me decidía a entrar, tomé la delicada prenda,
la olí, el perfume que tenía impregnado era de violetas. Lo dejé
en su lugar y caminé, lentamente, hacía la misteriosa cueva.
*
¿A quién se le ocurrió construir una misteriosa cueva,
escondida y de difícil acceso al público en general? La idea es
estrafalaria, un mundo secreto en medio de un lugar de esparcimiento
vulgar, una bizarra combinación. El túnel era largo y profundo,
totalmente oscuro, con agua adentro que cubría mis pies. El piso era
firme, de piedra, me raspaba los talones. Caminaba a ciegas agarrado
de una pared, lo único que escuchaba era una juguetona risa hasta el
fondo. Cada paso que daba sentía el agua más tibia, ahora escuchaba
el agua corriendo suavemente, como si alguien hubiera olvidado cerrar
el grifo de la bañera. En el fondo de la cueva se me presentó una
flagelante luz, oí que ella nadaba, la luz se hacía más grande a
medida que avanzaba, la sensación del agua cálida sobre mis pies
fue placentera. De la más profunda penumbra a la más iluminada
habitación, el contraste fue tan violento que cerré los ojos y
esperé a que mi ya perjudicada vista se acostumbrara a la
iluminación. No pude creer en dónde me encontraba.
Era una gigantesca bañera, el techo era sostenido por una hilera
uniforme de columnas de mármol, por el tamaño, calculé que
fácilmente cabrían dos albercas olímpicas, el agua era proveída a
borbotones por unas cabezas de leones de piedra que vomitaban chorros
de agua termal, la calima era espesa, en el fondo de la bañera
vislumbré una serie de grabados grecolatinos que me parecieron muy
épicos. Escuché los chapuceos de ella nadando, hasta el fondo.
Reanudé el acecho.
Quién imaginaria que en un recoveco se oculta un inmenso baño
romano. Por el denso vapor, ella desapareció, pero intuía que no se
encontraba lejos, a final de cuentas, eramos las dos únicas personas
adentro del baño romano de aguas termales. El lugar era igual de
veleidoso que la mujer que seguía. ¿De verdad ella no se daba
cuenta que la seguía? ¿Deliberadamente me ignoraba? Un pensamiento
me lleno de un perverso y excitante sentimiento. imagínense: los dos
encerrados en un hermoso baño, semidesnudos, lejos de las multitudes
-y mejor aún, del dichoso rival-, en un espacio que la mayoría ni
siquiera imaginaba que existía, ¿me siguen? Me gané el premio
mayor, ¡Estaba en el paraíso!
El agua cálida me adormecía, la experiencia era demasiado
relajante, casi me hacía olvidar mi persecución, nadaba con una
calma preocupante, si me dejaba llevar por el espeso ambiente, caería
desmayado.
Y así fue, dejé mi cuerpo flotar boca arriba, como en el sueño
que tuve, no es que me encante nadar de esa manera, pero siento tanta
calma al hacerlo. Me relajé como si no tuviera responsabilidades,
compromisos, ni una chica a quien encontrar, no me preocupo, sé que
ella está en algún lado del inmenso baño secreto, no se moverá.
El agua, a momentos tibia, y a otros muy cálida. Se me antojaba
cerrar los ojos y dormir una siesta, hubo momentos en que
deliberadamente los cerraba, pero inmediatamente los volvía a abrir,
recordando que la mujer soñada podría estar oculta en alguna de las
tantas columnas de mármol, mire el techo, lleno de pequeñas
cuadrículas blancas, curiosos azulejos, un poco amarillentos, no sé
si a propósito las autoridades del lugar le dieron ese toque
derruido, se me vino a la mente una idea ridícula, quizá, en San
Miguel había un baño romano escondido durante miles de años, es
estúpido, pensé. Si alguno de mis amigos me acompañará, en
especial Homero que es experto en mundo antiguo, me diría que este
lugar es una vulgar reproducción de otro baño romano de algún otro
lugar. Eso generaba más dudas que respuestas. ¿Qué baño estaban
plagiando? ¿Era una creación original o tan sólo un intento
empírico de crear un baño al estilo romano? ¿Si todas las
maravillas del mundo pudieran estar juntas en un solo punto, daría
lo mismo ver las originales cuando tenemos las copias exactas a
nuestro alcance? Entonces... ¿Daría igual el lugar donde estemos?
Ahora mis divagaciones se centraron en la chica, nuevas dudas me
atormentaron: ¿La chica del bikini azul era de verdad la misma chica
de la discoteca? -Estaba muy seguro de eso, pero las dudas aparecen
hasta en lo más obvio-. Exactamente ¿qué era lo que amaba de ella?
¿La representación idealizada de la mujer perfecta para mí? Y esa
idea ¿de dónde surgió? ¿De un montón de imágenes y recuerdos de
cada una de las mujeres en mi vida, que fantásticamente, todas esas
cualidades quedaron impresas en una sola mujer, ella, la mujer de la
discoteca y del bikini? Otra idea más descabellada se me ocurrió
¿la chica del bikini era una copia de la que vi en la discoteca?
Cada vez que pensaba, me daban menos ganas de seguirla.
Había llegado tan lejos, y me quedaba suspendido en el agua. Junté
coraje, me voltee y me puse a nadar, pronto sentí mis brazos
cansados, y mejor me puse de pie, el agua me llegaba hasta el cuello,
caminé con dolorosa parsimonia, a medida que avanzaba, una nube
espesa de vapor me rodeaba. Como pude avancé, ahora no existían
multitudes, sino el vacío.
Atravesé la inmensa nube, ahora llegaba a un gigantesco circulo,
en medio había una isla, sí, una isla hecha -aparentemente- de
arena, el círculo se encontraba resguardado por inmensas estatuas
grecolatinas -espero que disculpen mi ignorancia, el arte antiguo no
es mi especialidad-, el techo era una inmensa cúpula, similar a la
de una iglesia, de hecho, dejaba escapar el vapor al exterior, por lo
que dejaba de ser una trampa mortal. Volví a ver la pequeña isla y
descubrí algo maravilloso, acostada, reposaba la mujer, y si no
fuera porque sin lentes no puedo ver bien, juraría que estaba...
desnuda.
Continuara...