jueves, 7 de junio de 2012

A Ray Bradbury


El deceso de Ray Bradbury me afectó de una manera que quizá muchos no entenderán, intentaré explicar está singular cuita de la manera más sencilla y honesta posible. Hoy seis de junio del 2012, me levanté al medio día con la peor de las noticias, uno de mis más grandes ídolos de la literatura, Ray Bradbury, fallecía a los 91 años, la noticia me la pasó mi amigo Adrián de la Rosa vía Facebook (gran fan también). Me quedé desconcertado varios minutos, la razón, venía pronosticando su muerte desde hace ya algunos meses. Poco antes de la muerte de Carlos Fuentes, pensé “ya no nos queda mucho Bradbury” y cada día miraba la página de noticias CNN con preocupación. Con un poco de humor negro, diré que por fortuna, murió primero el ilustre mexicano.
Ahora con la muerte de este sensacional y excelente autor de literatura fantástica, siento una honda tristeza y nostalgia, porque es comparable a la de perder un viejo amigo o la de un conocido que valorabas mucho. Yo de verdad amé su trabajo. De niño, leía únicamente historietas (yo iba en la primaria y curiosamente, mi lectura favorita eran las tiras cómicas de El Santos de Jis y Trino, lectura no apta para menores, y que casualmente, el amigo que me paso la triste noticia, trabaja en el desarrollo de la película animada) y revistas de divulgación científica y de videojuegos, los libros sin ilustraciones nunca me llamaron la atención. Aunque recuerdo mi primer acercamiento a Bradbury, fue (no lo van a creer) en los libros de texto gratuito en los suplementos de lectura, en uno de ellos (creo fue en el de quinto o sexto, no recuerdo), había un fragmento de Ylla, cuento que viene en las “Crónicas Marcianas”, que sólo narraba la casa de cristal de la señora K. Posteriormente, en segundo año de secundaria, una profesora de español nos contó una versión muy reducida de “Farenheit 451” olvidando mencionar el nombre del autor. Pero el verdadero acercamiento a Bradbury llegó por sugerencia de mi tío Iván, quien me adentró en el mundo de los videojuegos, el metal y The Cure. En ese entonces, a mis trece años, no era un lector de libros, pero mi tío me hablaba maravillas de él, así que investigando en la biblioteca de mi casa, encontré varios, entre ellos “Fantasmas de lo nuevo”, al comenzar la lectura no sabía lo que me esperaba: máquinas en el tiempo (el invento Kilimanjaro) , abuelas robóticas (canto el cuerpo eléctrico), bebes nacidos en una dimensión alterna (el niño del mañana) y otros maravillosos esperpentos me abrían un nuevo y maravilloso universo. Creo que mis primeras lecturas de ciencia ficción fueron 2001 odisea espacial de Arthur C. Clarke y Dune de Frank Herbert, pero Bradbury poseía una voz tan íntima, tan personal, que caí irremediablemente enamorado de esos viajes fantásticos y a la vez tan cercanos y familiares, que durante mucho tiempo no quise leer otra cosa más que libros de Ray Bradbury. Pero cuando leí Crónicas Marcianas, ¡Oh dios! Fue una revelación para un triste y solitario muchacho de trece años, con frenos en los dientes y anteojos. Los mundos imaginarios en el planeta Marte, la ingeniosa cronología de los cuentos, la emoción, la crítica y la nostalgia impresas en cada página, por mucho tiempo fue mi libro favorito, luego vino “El Hombre ilustrado” y después, una novela, “La Feria de las tinieblas” ¡Wow! Qué increíble historia, me conmocionó el hecho de que los protagonistas tuvieran mi edad, catorce años, y todas las maravillas terroríficas impregnadas en todo el libro: El señor eléctrico, el hombre ilustrado, enanos y un carrusel que rejuvenece o envejece al usuario dependiendo en que sentido vaya, lo leí con mucha avidez y la satisfacción de terminarlo fue tremenda. Sin embargo, uno de mis cuentos favoritos, viene en el libro “Las doradas manzanas del sol” fue en uno de los larguísimos viajes de autobús en camino a la escuela (iba en el CCH) que leí el tierno y dulce cuento “La bruja de abril”, al acabarlo de leer aún sentado en el asiento del transporte público me dije “esto es lo más bonito que he leído en mi vida”. Asimismo, Bradbury me inspiró a escribir en mi pubertad y adolescencia, quería ser escritor en un principio (más tarde llegó la música), de esa etapa sólo conservo manuscritos ilegibles con pésima ortografía y argumentos pobres. Empero, aun hoy lo considero una de mis más grandes influencias.
Su trabajo de guionista es notable, no he visto los episodios de la dimensión desconocida inspirados en sus relatos, ni su show de tv Bradbury Theater. Pero hubo dos encuentros en mi infancia con Bradbury, dos largometrajes animados de hecho, que yo ni estaba enterado que este gran hombre de Illinois estuviera atrás de ellos. En canal cuatro, en un lejano especial de Halloween de mediados de los noventa, pasaron “el árbol de noche de brujas” (de hecho recibió un Emmy por ese guión), animación que no he vuelto a ver, pero dejó un recuerdo imborrable en mi memoria, tanto que al conseguir el libro una década después, me impresionó ya conocer esa historia. Y la adaptación animada de “Las aventuras del pequeño Nemo”, obra sublime de animación a la que no se le da mucho crédito, hasta hace poco me enteré que el guión corrió a cargo de mi gran héroe literario. Puedo pasármela días hablando de mi primer escritor favorito y espero que este humilde y pobre anecdotario del recuerdo que me dejaron sus valiosos libros sea una introducción a la obra de este genial dador de fantasías. Quisiera, antes de despedirme, mencionar otro hecho que motivó que la desaparición de Bradbury me pesara. Hace una semana, comencé a escribir dos ambiciosos cuentos, que pronto les mostrare, y al momento de escribirlos pensé mucho en Bradbury. Fue el día de ayer, cinco de junio, que no sé por qué razón, me imaginé a Ray Bradbury, cansado y fastidiado, sacando una botella de vino de diente de león de su natal Illinois, diciendo algo así de que ya estaba cansado y era momento de partir, yo negué esa visión y me reprendí “Bah, vivirá para siempre, así se lo dijo el hombre eléctrico”. Resumiendo, puedo decir que Bradbury me enseñó amablemente el amor hacia los libros y la lectura, me inspiró a escribir y me mostró una faceta de mí mismo en cada uno de sus libros, además de ser una persona que siempre quiso mucho al pueblo mexicano; en cada uno de sus libros, al menos hay un cuento que destaque la alegría mexicana, algo inusual en un escritor americano. Descanse en paz el maestro Ray Bradbury (1920-2012).

México D. F. 7 de junio del 2012.

sábado, 21 de abril de 2012

Hoy doble función: Sabrina de Billy Wilder y Sabrina de Sydney Pollack o Una (pequeña) obra maestra contra porquería noventera



¿Por qué hacer una reseña de dos películas que se titulan igual y aparentemente tratan de los mismo? Por la sencilla razón de que son dos películas muuuuy diferentes queridos lectores. No entiendo, en verdad, el afán de “modernizar” clásicos por parte de los productores, que no entienden que por eso son clásicos, porque son eternos y no necesitan ninguna modificación. Se entiende que existan distintas versiones de películas basadas en novelas clásicas como: Drácula (creo que hay una por década), el retrato de Dorian Gray u Oliver Twist. En el caso de Sabrina esta un poco justificado el remake, las películas se basan en una obra de teatro. No sé que tan fieles son las películas en base a su contraparte teatral. Sin embargo, el público debió ubicar más a “Sabrina” como una película de Billy Wilder, protagonizada por Audrey Hepburn y Humphrey Bogart, que por ser una obra de teatro, según dicen, regular. Antes de entrar de lleno a las películas ¿de verdad era necesario rehacer “Sabrina”? Amigos, los zapatos de Billy Wilder son muy grandes de llenar. Los ejecutivos a los que se les ocurrió esa “genial” idea deben ser unos verdaderos ignorantes de la cinematografía. Es como si a algún imbécil se le ocurriera hacer una copia de la capilla sixtina, en la iglesia de su vecindario, y aparte de copiarla mal, le pusiera elemento “actuales”. Una historia un tanto banal como lo es en esencia “Sabrina”, bajo la lente de un genio como Don Billy Wilder, puede resultar un film conmovedor. En contraposición con la versión de Pollack, de la que me encargaré en breve. Planeo hacer más de estos ejercicios (tengo en lista de espera “Lolita” y “El gran Gatsby”) espero que lo disfruten y los haga reflexionar, que no siempre lo moderno es sinónimo de mejor.

Sabrina, Billy Wilder, 1954
Siendo justos, esta es una pieza menor dentro de la gran y maravillosa filmografía del señor Wilder. No es el diez perfecto de grandes obras maestras como lo son “The Apartment” “Some Like It Hot” y “Private Life Of Sherlock Holmes”, pero aun una película regular de este gran director está muy por arriba del promedio, es, digamos, la pequeña joya de la corona de éxitos. Y... ¿de qué trata Sabrina? Basada, como ya dije, en una obra de teatro, cosa común en los estudios de aquellos años, que solían adaptar éxitos teatrales al cine, de hecho, en la película, Bogart hace referencia a la siguiente película de Wilder Seven Year itch también una obra de teatro de gran acogida. Regresando al film: Trata sobre la hija de un chofer, Fairchild, que está al servicio de los Larrabee, una familia inmensamente rica de Nueva York. Sabrina ha estado enamorada del menor de los hijos de los Larrabee, David, un junior frívolo y desobligado, en contraposición con su hermano Linus, un hombre de negocios empedernido y adicto al trabajo. Sabrina no puede dejar de amar a su amor imposible David, con todo y que ve, desde su lejana orilla subida en un árbol, como en sus fiestas seduce a cuanta mujer se le presenta. Así que su padre la manda a París para que aprenda alta cocina. Es en territorio galo donde madura y aprende que antes de ver por los demás, tiene que ver por ella misma. De regreso a América, David por casualidad la encuentra y comienza a fijarse en ella, pero su repentino amor por Sabrina es peligroso para los intereses de su familia, quienes ya arreglaron un matrimonio que será beneficioso para todos, excepto para Sabrina, es cuando entra Linus, quien es el principal interesado en quitar a Sabrina del camino para realizar una muy afortunada fusión de industrias. Pero él no tardara en caer ante la hermosura y encanto de Sabrina.
Sabrina es la segunda película que protagonizó, ay, la sin igual Audrey Hepburn. Es imposible no adorar a esta actriz, que no sólo tenía un rostro de ángel y un talle perfecto. Además era una actriz muy íntegra y con una gran formación. Toda una dama. Otra sorpresa es la controvertida actuación de Humphrey Bogart muy criticado por su papel de Linus Larrabee, papel que se le ofreció a Gary Grant. Aquí discrepo de la mayoría de los críticos, adoro al actor que hizo el fabuloso papel de Roger O. Thornhill en North by Northwest de Hitchcock y a Cole Porter en Night and Day de Michaell Curtis. Pero Bogart es mucho más que un chico malo o un gangster, parecieran olvidar deliberadamente que él mismo interpretó al melancólico Rick en Casablanca (papel que curiosamente se le ofreció a Ronald Reagan) o a Charlie Allnut en la Reina de África. Bogart es un gran actor y para mí su actuación en Sabrina es de las mejores, al mismo nivel que en Casablanca. William Holden hace bien su trabajo como el niño rico y mujeriego, una excelente contrapartida de Bogart. El contraste de la Sabrina antes de salir a París, joven, pero muy niña todavía, inmadura, tanto que intenta suicidarse asfixiándose con el humo de los coches adentro del garage. Con la Sabrina después del viaje, elegante, confiada, pero con su encanto y ternura completamente intactos; es muy obvio, pero no descaradamente obvio como en la otra película. La magia que imprime la Hepburn durante todo el metraje es cautivador, tan sólo cuando la vemos salir a una fiesta, por primera vez como invitada, en la casa de los Larrabee, con aquel vestido y su cabello corto, uno queda hechizado con tanta belleza. O aquella maravillosa toma desde arriba donde la vemos bailar sola en la cancha de tenis con techo; con su elegante vestido esperando a que David cumpla su fantasía romántica -a la cual no acude debido a un gracioso accidente-, mientras la orquesta toca isn't it romantic, no tengo palabras que describan la hermosura de esa escena. La mancuerna que hace con Bogart, no creo que la haya logrado con Grant, de ejemplo está “Charade”, al menos en Sabrina, le dan mucha verosimilitud a sus personajes; factor que se ha dejado atrás en actuales comedias románticas. Sabrina puede resultar para algunos; un cuento de hadas de los cincuenta, ñoño y cursi, y tienen razón. Pero su impecable manufactura, su inigualable encanto y unas actuaciones que ya muchas producciones quisieran tener, hacen que sin importar los años, aún caigamos enamorados de Sabrina (tanto del personaje como por la actriz Audrey Hepburn).

Sabrina de Sydney Pollack 1995

Cuarenta años después, el señor Pollack, en un exceso de miopía y arrogancia, se le ocurre hacer una nueva versión del clásico romántico. También hay que ser justos, la película no es tan mala en realidad, tiene unos chascarrillos insípidos que de vez en cuando hacen reír, y la actuación de Harrison Ford como Linus no está nada mal, aunque se nota que fue el único actor que hizo la tarea de ver la película original para adaptar su personaje, que queda muy lejos todavía del personaje que interpretó Bogart. En esencia, trata de lo mismo con unas muy poco afortunadas modificaciones. El primer detalle que me llamó la atención es que en esta versión el padre de los Larrabee está muerto, a diferencia de la versión de Wilder, que, aunque hace un papel muy secundario, era gracioso y tenía mucho sentimiento. Otro detalle es la brutal transformación de Sabrina. Para empezar Julia Ormond no le llega ni a los talones de la Hepburn, que como ya señalé, era una actriz primeriza cuando rodó el clásico de Wilder, para empeorar las cosas, ni siquiera es la cuarta parte de bonita. Todavía peor, su vestido en la fiesta de los Larrabee no es tan esplendoroso como debería ser. La primera Sabrina es demasiado diferente a la Sabrina después del viaje, al inicio de la película la vemos poco agraciada y femenina. En la primera película la inmadura Sabrina era potencialmente bella (es difícil afear a Audrey Hepburn), lo que provocaba en el espectador, cierta vergüenza por David por no poner atención ante la hermosura de la hija del chofer. En la versión noventera, uno no tiene un lazo de empatía por el personaje principal, debido a lo insustancial actuación de ésta. Otra diferencia y que apela mucho a la sensibilidad de aquella época, es que está vez, Sabrina va a París para trabajar de fotógrafa en una revista de modas (¿qué tiene de malo la alta cocina?), otra mayor diferencia contra su antecesora, es que aquí sí vemos tomas de la ciudad luz... no son la gran cosa, también vemos un breve e innecesario romance de Sabrina con un compañero de su trabajo (¿de verdad era necesario, cuando todos sabemos que ama con locura a David desde el inicio?), otro cambio para “actualizar” la historia fue el del mentor que le enseña un poco de lecciones de vida a Sabrina: En vez de un anciano conde prusiano, tenemos una mujer madura, a la cual le copia el look. Cuando la vemos regresar a América, lo único que cambia es su peinado, de ahí en fuera, la actuación es muy pobre y la transformación física muy exagerada.
Ahora vamos a lo peor, la desangelada relación de Linus y Sabrina en la versión de Pollack. En la de Wilder, en mi escena favorita, cuando David se accidenta dejando sola a Sabrina y Linus se aprovecha del infortunio de su hermano. El sorpresivo e inesperado coqueteo de Linus logra crear una atmósfera de ternura y encanto, que si nosotros fuéramos Sabrina, también nos dejaríamos besar sin previo aviso por Bogart. En la de Pollack, la escena, aunque bien fotografiada, es muy corriente, y aquí Sabrina responde ante el beso con una bofetada, arruinando una de las escenas más misteriosas y melancólicamente dulces de la historia del cine. En Pollack, Sabrina tarda demasiado en descubrir el lado humano del frío hombre de negocios que aparenta ser Linus. Es más, es demasiado hostil con él. En el fabuloso ritmo de la película de los cincuentas, vemos un Linus no como un acartonado hombre de negocios, sino como un acartonado hombre de negocios con el corazón roto; detalle magistralmente aprovechado por Wilder e ignorado por Pollack, así como el plan para “apartar” a Sabrina de David fraguado por Linus, que es muy claro en la original y no tan ambiguo y poco claro en la versión de los noventa. Otro problema que tengo con la versión “nueva” es la música ¿dónde están isn't it romantic y la jocosa we have no bananas today? Ok, tenemos La vie en rose, pero no es suficiente. (Ay, en la original, cuando Bogar le pide a la Audrey que se la recite, pero lento y quedito). Ford y Ormond no hacen una buena pareja, el Linus de Ford es demasiado parco y frío, mientras que Ormond no deja de ser odiosa, si yo fuera Linus, dejaría que David se follará a esa Sabrina tan molesta e insípida, con todo y que hubiera millones de por medio.
Para terminar de denostar la versión de Pollack, olvidó deliberadamente una de las mejores partes del film original, las geniales diálogos entre Linus y Fairchild, el chofer y padre de Sabrina. ¡Son los mejores diálogos de toda la película! Sin contar el discurso pro capitalista que se echa Linus que justifica su adicción al trabajo. Puede ser anticuada la primera versión para algunos, pero la segunda es asquerosamente moralina, perjuiciosa, llena de estereotipos y sin ningún contenido más allá de la cursilería.

Conclusión: Si vieron la versión de Pollack, tienen que ver con urgencia la primera película, la del maestro Wilder, verán que no miento al afirmar que son dos películas muy diferentes aunque lleven el mismo título. Para los que vieron la de Wilder; absténganse de ver otra versión. La Sabrina original es una maravilla, una pequeña joya que vale mucho la pena retomar, después de verla se la pasaran cantando todo el día we have no bananas today.


viernes, 13 de abril de 2012

Crónica de un jueves trágico


En memoria de Paulo Scheinvar y los cinco estudiantes acaecidos en el accidente del 12 de abril del 2012 en la carretera México-Toluca.

Desperté con mi teléfono celular sonando, no tuve ganas de contestar. Apenas en la madrugada me había desvelado viendo la película “The man who knew too much” la primera versión de Hitchcock, con el despreciable y al mismo tiempo sensacional Peter Lorre como el villano. Prácticamente es todo lo que hago en estos últimos días: escribir, ver películas y aparentar que voy a la escuela. Como la única clase a la que voy de martes a jueves es al mediodía, me levanté de mala gana a contestar, en la pantalla de mi Blackberry veo que me está llamando mi padre «ahora qué quiere» me pregunto.
-Diga -contesto adormilado.
-Hijo ¿estás ahí? -no logro percibir el tono de preocupación de mi padre, me molesta que me despierten cuando duermo muy plácidamente, aparte la pregunta me sonó medio absurda, estoy aquí, ¿qué tiene eso de raro?
-Sí, estoy aquí en mi casa, en la Roma, ¿qué sucede?
Un muy suspensivo mutis hace que me preocupe, me he habituado a recibir malas noticias y eso era signo de que algo había ocurrido.
-Ocurrió un accidente -responde, interrumpiendo el silencio, mi padre-. Un trailer se acaba de estrellar contra un autobús que llevaba alumnos de la facultad de economía que iban a una práctica.
Recibir una noticia trágica de golpe, es siempre un tanto irreal, significa que mientras dormía, personas que probablemente conocí o vi apenas ayer, desaparecieron. Sólo pude pensar en lo peor, y las dudas que pronto me asaltarían me mantuvieron tenso toda la mañana.
-¿No sabes qué grupo fueron los que estaban en ese autobús? -pregunto preocupado, no siento mucho aprecio por mis “compañeros”, pero podría ser cualquiera, pensé en Stephannie; que por su especialidad y por que está apunto de terminar, deduje que sería muy improbable que ella hubiera salido a una práctica. Pero la posibilidad de que ella saliera a práctica por “x” o “y” razón seguía latente.
-No han dicho nada, me enteré mientras veía el noticiario de Carmen Aristeguí -dijo mi padre, más tranquilo sabiendo que su único e irresponsable hijo seguía vivo y coleando.
Siempre evito salir a prácticas. Recordé la primera vez que tenía que salir a una, fue en la materia de investigación que me impartió en el primer semestre el profesor Paulo Scheinvar. Falté, no tanto porque considerara que estás tragedias fueran posibles, sino porque el profesor era demasiado inflexible y estricto, y si confirmaba que saldría a la práctica y llegaba tarde, me reprobaba. Quise evitar la responsabilidad de asistir y no fui.
-Nunca voy a prácticas -dije a manera de despedida.
Tenía muchas dudas, pero mi principal preocupación era saber si Stephannie se encontraba bien, tendría que darme prisa y corroborar qué estaba sucediendo en la facultad. Noticias así son terribles y las autoridades, el personal docente y los alumnos se deben estar movilizando o haciendo algo. Intenté averiguar algo en la internet, tan sólo una noticia un poco ambigua en la página de la jornada. Dejo, entonces, un recado en Facebook, esperando una respuesta, nadie contesta. Sigo pensando en Stephannie. No hay modo de comunicarme con ella; hace algunos días recibí una carta cadena suya, que llevaba a una página que no se podía abrir. Me sentí enojado. Llevamos tiempo sin hablar casualmente, ni comunicarnos vía Messenger, nunca aceptó ser mi “amiga” en Facebook, y ya una impenetrable barrera de diferencias nos apartaban; ella sería una prometedora profesional y yo seguiría siendo un vago indigno de ella. Pero sin importar los crueles hechos que rodeaban una relación vacua, mi afecto por ella no ha disminuido y me dolería mucho saber que algo malo le sucedió, en el fondo sabía que estaba bien, pero tenía que al menos verla para estar tranquilo.
Salgo de mi recámara, mi madre me reprende por no sé qué cosa, le digo que se calle y le explico la noticia, la noto consternada, pero pronto se tranquiliza, yo no soy el que está ahí. Qué egoístas somos a veces, mientras la tragedia no sea a alguien conocido, poco nos importa.
En ese instante desconocía qué grupo era el que se encontraba en el autobús. El nombre de Paulo Scheinvar fue el primero que se me ocurrió, él es el que habitúa salir a prácticas fuera de la ciudad, descarté esa posibilidad, negando deliberadamente que un profesor que conocí estuviera muerto. No creo que él esté ahí, no Scheinvar.
Mi madre me prepara un licuado de fresa para el desayuno, trato de distraer mi mente, pensar en que Stephannie estaba bien -en cierta forma estaba seguro de que estaba bien, pero con una inesperada noticia de la cual en los primeros minutos no se dan detalles ¿quién está al ciento por ciento seguro de algo?-. Termino mi desayuno y corro a la facultad.
En largo trayecto del metro, hojeo un libro sobre la película “Ciudadano Kane”, aún sin asimilar la repentina noticia, sin entender las dimensiones que tienen las repentinas pérdidas de jóvenes estudiantes. No quise pensar mucho en la fortuita tragedia, sólo me preocupaba Stephannie.
Llego a la facultad, sin antes distraerme en los puestos de libros, o en comprar café. La facultad luce como siempre, sólo que ahora se respira un aire de incertidumbre. Preguntó a uno los del puesto que vende café si saben algo sobre el accidente, saben lo mismo que yo, que murieron cinco personas, pero no saben sus nombres, voy preguntando a los compañeros y descubro que los que salieron a la práctica fueron alumnos del segundo semestre. Me tranquilizo un poco, porque ahora las posibilidades de que Stephannie esté bien son muy altas. Pregunto por el profesor, me dan un nombre improvisado, creyéndoles, pienso que ninguna persona conocida abordó el autobús. Veo al profesor Ciro Murayama a lo lejos, me siento tentado a preguntarle, pero al ver su perfil hostil -más hostil que de costumbre-, reprimo mis ganas de satisfacer mis dudas. La veo, por fin, le grito “¡Stephannie!”, ella voltea y sonríe, con todo el ambiente de incertidumbre y preocupación, ver al menos una vez más su sonrisa y sus ojos verdes, es suficiente para eliminar una de mis más negativas cavilaciones, al menos una de mis principales preocupaciones fue anulada.
-Stepahnnie -le digo- me da gusto que estés bien ¿sabes algo sobre el accidente?
-No, apenas me acabo de enterar, fueron compañeros de segundo semestre ¿no? Sería una lástima que alguno de los dos muriera, ya que estamos a punto de terminar.
-No -corregí-, tú terminarás, yo... bueno, no me gusta hablar de mi situación académica.
-Bueno, a mi también me da gusto que sigas vivo.
-¡Es bueno estar vivo! -siempre que estoy con ella, actúo como un idiota, y por mis idioteces nos distanciamos, ahora, aprovechando que tenía su atención, quería satisfacer otra duda, una muy ajena a la trágica noticia que nos rodeaba-. Este... ¿escuchaste la canción que te compuse?
-¿Cuál canción?
-La que te mande en tu cumpleaños -fue en diciembre.
-No, he estado muy ocupada y no he revisado mi correo.
-¿Quieres escucharla? La tengo en mi Blackberry.
-Llevo prisa, tengo que ver a mi asesor a los cubículos.
Ahora otra tristeza me acechaba, ella pronto tendría un prometedor futuro en el que yo no formaría parte, no tuve más remedio que despedirme de ella.
-Me dio mucho gusto saludarte.
-A mí igual.
Las clases con el profesor Wing Shum son siempre muy divertidas, pensé que me animarían un poco después de la amarga noticia, de la que desconocía todas sus dimensiones, y del sentirme tan lejano e indiferente de Stephannie. Me animé un poco, a final de cuentas, seguía vivo. La vida es un problema, sólo la muerte no lo es, dice Zorba el griego.
No quise saber más sobre la noticia hasta que llegué a casa, al revisar el Facebook me entero de lo peor. El profesor Paulo Scheinvar había muerto.
Su muerte me afectaba de una manera muy particular; Scheinvar fue el primer profesor que me dio clase en la facultad. A lo largo del día lo recordé, con su panza de botella, una prominente nariz aguileña, su cabello opacamente canoso, sus ojos azules, su arrogante porte y su acento brasileño, a pesar de lucir más como un escandinavo.
Recuerdo ese terrible primer día de escuela, en que empecé a hacerme la pregunta que me hago todos los días “qué demonios hago aquí”, y vi por primera vez al profesor, paseándose altanero por el salón mientras una puerta floja se negaba a cerrar bien, hasta que súbitamente cayó, retumbando sonoramente, fue cómico. Dio sus primeras y muy optimistas palabras:
-Ustedes estudiaran para resolver la pobreza del país.
El significado que le doy a aquel primer día de escuela es el de que todo en mi vida comenzó a ir de mal en peor. La repentina muerte de Scheinvar no sólo es la desaparición de un reconocido investigador o profesor de introducción a le investigación económica. Es, ante todo, la desaparición de un ser humano. Voy a ser sincero, yo odiaba al profesor Scheinvar, era muy metódico y estricto, sí, cualidades esenciales en la enseñanza, pero el profesor pecaba de serio y ortodoxo. Si hacías algo más, no dudaba en ponerte en vergüenza ante todo el salón, no toleraba la impuntualidad, y, espero que me disculpen, era un verdadero Nazi de la ecología. Podría no estar de acuerdo con lo que pensaba, con su forma de educar y por su terrible carácter. Pero nunca le desee mayor mal más que le diera un resfriado, o que se lastimara un tobillo para que faltara a clases. El señor Scheinvar era un profesor y un investigador, pero también era un ser humano.
Su muerte cierra de manera amarga un ciclo en la vida de muchos. En lo personal, haber estudiado y verlo desaparecer, capitulan muchas cosas: el inicio de una carrera que odio o no le tengo mucho interés; el único y último beso de una mujer de la que nunca volví a saber nada en una fiesta de día de muertos; el cambio de domicilio; el serio metejón que sufrí -y sigo sufriendo- por una compañera pudiente; la internación de urgencias de mi madre y su pronta recuperación; el nacimiento de una prima; la muerte de la esposa de uno de mis tíos; la muerte de uno de mis primos; el nacimiento de otros dos primos. Y sobre todos estos sucesos, interminables proyectos y esperanzas, que al pasar los días, lucen más lejanos e irrisorios.
Quise compartir mi desolación con alguien, el único que quizá me comprendería, sería mi amigo Alán quien estuvo en el mismo grupo que yo, aquel primer día en que una puerta casi aplasta a Scheinvar.
So pretexto de regalarle un libro que me pidió. Regresé a la escuela, ahora estaba un poco vacía y un modesto altar se había erigido, vi a Alán rodeado de otros compañeros, igual de indignados. Me perturba ver a los alumnos y al profesorado en un estado de negación, un silencio acompañado de murmullos se instaura en las mezzanine. La vida sigue su curso normal, salvo el altar con veladoras y flores en honor al profesor y los estudiantes, y los lúgubres moños negros en la entrada.
Al retirarme, no deje de pensar en el momento: desde que los jóvenes, sin sospecharlo, abordaron su autobús para salir a Michoacán a una práctica de campo. Los imaginé viajando junto al profesor Scheinvar, tranquilos, quizá un poco desvelados porque la cita era temprano. Yo vivía cerca de la Marqueza y conozco lo peligrosa que es la carretera México-Toluca. Me impresiona que yo muchas veces transité en compañía de familiares, por esa misma carretera en la que sucedió el accidente. Ahora imagino a Scheinvar, no sé muchos de los detalles del accidente ni conocí a profundidad al profesor, pero seguramente estaba al frente, aprensivo, vigilando el viaje y tal vez platicando con algún adjunto o comentando alguno de sus parcos chistes a todos los que estaban adentro del autobús. No quiero ni pensar en el momento en que un trailer, sin frenos y de manera irresponsable, arremetió contra el autobús. Ahora lo imagino, momentos antes del terrible choque, viendo el gigantesco remolque acercando peligrosamente hacia su lado, él seguramente reconocería, mientras mira impávidamente, con sus ojos azules, su destino, reconociendo que todos, de una manera u otra, nos acercamos al final. Si nos ponemos a pensar, hay más probabilidades de que esto nunca hubiera sucedido: De haber salido un poco antes, de que el conductor del trailer hubiera revisado los frenos, de posponer la fecha y de muchas otras posibilidades que pudieron evitar este terrible accidente trágico. Empero, todo parecieran ser partes del preciso engranaje de la tragedia. Yo mismo experimenté un horror similar hace muchos años, y es difícil discernir el por qué ocurren. Lo abominable de la muerte es que no hay retorno, un error que podría ser considerado pueril, puede tener consecuencias que acaben en desastre. El conductor imprudente del trailer, tuvo la mayoría de la culpa. Pero muchos accidentes suceden con remolques sin consecuencias graves. ¿Por qué la lotería de la muerte les tocó a un profesor y a unos jóvenes que apenas empezaban la carrera? Yo debí haber ido a una de esas prácticas, de asistir, hubiera estado a nueve prácticas de mi posible muerte, un cálculo, que con todo, no tiene nada de alentador. Desgraciadamente, no podemos sacar nada positivo de la experiencia, conductores imprudentes seguirán existiendo y la justicia nunca compensará a los heridos y la muerte de cinco compañeros y un profesor. Sólo resta admitir a la vida, con todas sus vicisitudes y alegrías, y esperar a que al menos el día de hoy, estemos en una pieza.
Siento escalofríos al imaginarme los pensamientos que todos tuvieron antes del choque, quizá Scheinvar pensó algo, segundos antes del inevitable fin, algo así como: “no ahora”.

Viernes 13 de abril del 2012 México D. F. 

miércoles, 4 de abril de 2012

La Piscina de asfalto Parte tres: Final


Parte tres: Final


¿Habré muerto? ¿Estaré soñando? ¿Soñando despierto? Me sentí desprotegido sin mis gafas y esa era una sensación que sólo sentía en el mundo real, no, no era un sueño. Ahí estaba, desnuda, reposando en una isla artificial. La emoción aceleraba mi pulso, pero... ¿emoción de qué? ¿Acaso la violaría mientras duerme, lejos de testigos, donde nadie nos puede oír? Júzguenme como un hipócrita, pero sería incapaz de cometer semejante crimen, yo la amo y no haría nada en contra de la voluntad de ella.
La luz de la tarde le daba al lugar un efecto entrecortado y apacible, similar a la espectral iluminación que presencié en el parque Benito Juárez. Sobre las estatuas y columnas se hicieron jardines colgantes, con plantas y flores que serían el sueño de cualquier horticultor o de un erudito de las plantas fanerógamas. Ignoro mucho sobre flores también, pero eso no me convierte en un insensible que no se maraville por el color de las plantas y su embriagante olor. La fantástica acrópolis oculta era el lugar más maravilloso que había visto en toda mi vida, y no lo digo solamente por el amor, único e irrepetible, que descansaba desnuda, frágil, despreocupada y vulnerable, como una flor, sobre una isla artificial. El acto sexual, de darse, sería la cereza del pastel. Ella y el lugar, eran en sí mismos, un momento mágico.
De nuevo me quedé parado, recargado en una columna, contemplando desde mi orilla ese nuevo horizonte. Indeciso, desee haber equipado los prismáticos y contemplar su lejana y perfecta desnudez. Mis ojos sólo veían una delicada silueta humana, borrosa, sentí mucha frustración, y ese sentimiento, ruin y despreciable, fue el que me motivó a caminar a través del agua, para verla de cerca y quedar extasiado de su hermosura.
Caminé por el montículo de arena artificial, juraría que mi corazón se saldría de mi garganta, me sentí como una abeja apunto de polinizar una flor, cerca, más cerca, ¡todavía más cerca de ella! Ahí estaba, con una expresión de tranquilidad angelical, sus firmes pechos con aquellos pequeños higos que eran sus pezones, su larga cabellera desparramada alrededor suyo, y una orgullosa pubis, que invitaba a tocar el aterciopelado sexo. Ella se me figuró a la Danae de Gustav Klimt. Yo me quedé inmóvil, perplejo, paralizado, bebiendo su belleza; degustándola sin prisa, el deseo me quemaba, pero era incapaz de aprovecharme, ¡qué hace un hombre ante tales circunstancias!
Yo seguí erecto sin hacer nada, a tres metros de ella, cada segundo que la admiraba sentía que el espíritu se me saldría del cuerpo, mi olfato -será porque mi sentido de la vista se adormiló que mi capacidad para olfatear aumentó- rastreó el perfume de su piel, ¡oh!, casi caigo desmayado. A medida que pasó el tiempo me fui debilitando, no comí casi nada en la mañana, la fatiga caía sobre mi cuerpo como una dolorosa sensación de desvanecimiento que progresivamente se hacia más intensa. Si desfallecía, lo haría en presencia de lo que más amo. Nada me llenaba más de satisfacción que pensar eso.
Perdí un poco la conciencia, cerré los ojos, no me lo van creer, pero escuché su graciosa respiración, seguía alejado de ella, pero aun así, logré percibirla. Dio un murmullo de descanso, ¡mi voluntad y sentido de la decencia iba disminuyendo! Ahora veía más borroso, no sé si a causa del bochorno o del poco vapor que aún se podía ver, ella se movió, el jocoso movimiento de sus pechos -de perfecta simetría y proporción- me cautivó, su piel morena enrojecida por el calor, y el suave murmullo de sus sueños, me sentí mareado, a poco de desfallecer. Fue cuando abrió los ojos, se levantó ágilmente y un poco alertada, figuré que tenía miedo en su mirada, se cubrió celosamente los pechos, ahora la vi con una expresión de desasosiego en su rostro, yo estaba sumamente adormecida como para sentirme preocupado por las malas interpretaciones que ella estaba conjeturando. Sin saber que hacer o con mi capacidad cognoscitiva reducida al mínimo, di un paso en la suave arena, ella se puso firme y alerta, di otro, no podía dar crédito a lo que intuía, ella estaba resignada a cualquier cosa que pudiera pasar, seguía ocultando sus hermosas partes. Debía decir algo, no pude pensar con lógica o dar un discurso persuasivo «hagamos el amor, ya no aguanto mis instintos» no, definitivamente no podía decirle eso. El bochorno, el calor, y ella cada vez más provocativa ¡qué hacer! ¡Qué hacer!
-Te amo -dije antes de perder el conocimiento.

*

-Gerardo... Gerardo... ¿estás bien?
Miré a través del cielo nublado, prestamente reconocí los rostros de mis amigos alrededor: Carlos, Homero y Roberto. Estaba acostado en el pasto, confundido, en la misma zona arbolada que fue el punto de partida de mi acecho. Me incliné un poco y miré el gigantesco edificio que era la resbaladilla. ¿Qué había pasado?
-¿Te sientes bien compadre? -interrogó Carlos.
-Sí, sí, estoy bien -fuera de la sensación de fatiga y confusión, me sentía en una pieza -. ¿Alguien podría decirme qué sucedió?
-No lo sabemos we, -reprendió Homero- después de que nos aburrimos de la resbaladilla fuimos a buscarte a la alberca y ya no te encontramos. Te esperamos un rato más y nos preocupó que no aparecieras, te buscamos por todo el balneario y ni rastro de ti we, hasta hace unos minutos supimos de ti.
-Y... ¿qué paso?
-Es lo que quisiéramos saber.
-Bueno y ¿cómo me encontraron?
-Vimos una multitud rodeándote, en un principio no sabíamos que eras tú, le preguntamos a la gente y nos dijeron que alguien se estaba ahogando o algo así, que una chica te trajo de no sé dónde, de hecho... la vimos dándote respiración boca a boca.
¿Qué rayos sucedió? Sabía con seguridad que me desmayé por el bochorno y la fatiga, no porque me estuviera ahogando. No comprendí nada en el momento, y sigo sin comprender gran parte de lo sucedido. Lo que deduje fue que al momento de desmayarme, la chica del bikini azul tuvo que elegir entre dos opciones, en dejarme ahí; en el lugar secreto; a mi suerte. O llevarme afuera y fingir, ante todos los presentes, que me había ahogado y necesitaba primeros auxilios. Supongo que optó por la segunda opción porque nos soportaría la culpa de que por ella, alguien (yo) moriría por su imprudencia, aun cuando fuera un violador potencial. La respiración boca a boca, más que un primer auxilio, lo interpreté como una nota de agradecimiento, de no haberme aprovechado cuando tuve la oportunidad, o tal vez, - por qué no digo yo-, una respuesta al “te amo” que dije en la isla artificial. Seré un iluso, pero sentí en mi boca, como si la hubieran acariciado. Me sentí contrariado ¡besé sus labios y yo no estaba consciente para sentirlos! Pero inmediatamente me levanté repleto de energías. Saber que ella no me abandonó y que aparte me dio un beso, haya sido respiración boca a boca o no, era suficiente motivación para mí.
-¿La chica era bonita? -pregunté.
-No nos fijamos, estábamos preocupados, pero creo que sí, era atractiva -afirmó Homero.
-¿Traía un bikini azul?
-Creo que sí we, no sabemos con exactitud, no vimos bien. Dinos, ¿qué fue lo que te paso?
-Se los contaré en el coche.
Ya era un poco tarde y amenazaba con llover, nos largamos del parque acuático mientras yo les conté mi increíble historia -desde que la espié en la orilla de la alberca, hasta el inusitado episodio en el baño romano secreto-, que fue escuchada con mucha incredulidad.
-¿No habrás soñado todo Gerardo? -dijo Roberto
-Me da la impresión de que así fue -me limité a contestar.
Al final sólo queda la música, antes de ensayar, Homero no paró de preguntarme si me sentía bien, si podía tocar. De hecho, nunca en mi vida me había sentido mejor, tocamos apenas llegamos a la casa. Un molesto optimismo me motivaba, al dar un repaso del repertorio, se me ocurrió una idea.
-¿Saben qué? -dije-, siempre sí tocaremos Madeleine.
-No puede faltar nuestra mejor canción we.
Si la volví a encontrar en un parque acuático... ¿qué me impediría encontrarla de nuevo en el afamado festival al que vamos a tocar? Mañana sería el gran día, teníamos que preparar nuestro número lo mejor posible.

*

La noche fue una agonía, no pude dormir, el deseo que me provocó ver el cuerpo desnudo de la mujer anónima, combinado con las circunstancias que mi mente entretejía, me provocaron un terrible insomnio. También habría que agregar la presión del concierto. Descansé muy poco; dormía unos cuantos minutos y volvía a dar vueltas sobre mi colchón. Me solazaba recordando el hermoso cuerpo de la bella durmiente de la isla artificial, pero por más que intentaba desahogar mi deseo, siempre terminaba con una frustración infinita. La madrugada se volvió un martirio de dudas ¿quién era exactamente el sujeto que estaba sentado a un camastro de ella? ¿Era su novio, amante, o un primo al que quería mucho? ¿Por que él tenía tanto desinterés por ella, y ella tanto cariño por él? La posible certeza de saber que tenía un rival era una patada en la ingle. Me perdí en sueños inteligibles, rogaba por un milagro; porque ella me viera tocar, se enamorara de mí y me diera la oportunidad de amarla.
La mañana siguiente fue surreal. Desvelado, me despertó un furioso concierto de Dinosaurs and Cadillacs, la banda de Roberto estaba ensayando a las nueve de la mañana. No tenían mucho de haber llegado y como también tocarían en el evento, consideraron oportuno echarse un ensayo exprés. Me dirigí al cuarto de ensayo, más confundido que enojado, me puse a ver a su banda liderada por una cantante que no para de teñirse el cabello de diferente color -ahora lo traía pintado de rosa mexicano-, gritando una incomprensibles letras en inglés. Roberto toca con mucha actitud, envidió su tenacidad en el escenario, yo solía emocionarme también, pero tanta experiencia negativa en mi vida me volvió algo frío e insensible.
Los saludé alzando la mano y los dejé ensayar. Fui al comedor, habitado por Homero y Carlos comiendo waffles con miel de maple. Debía al menos desayunar bien para aguantar el ajetreo que estaba por venirse.
-¿Gustas we?
-Sí por favor, y café si son tan amables.
-No deberías beber tanto café.
Acaso yo te preguntó cuántos litros de coca cola bebes al día, pensé, la verdad es que estaba muy irritable.
Me senté junto a ellos e ingerimos nuestros alimentos, un poco indiferentes. Para matar el tiempo intenté mantener una conversación.
-¿A qué hora llegaron los Dinosaurs?
-Como a las cinco de la mañana bro -respondió Carlos.
-Sí, tuve que salir a abrirles we.
-Bueno, en unas cuantas horas tenemos que hacer el sound check, ¿no se sienten emocionados?
-Algo -respondieron ambos.
Ahora no estaban nerviosos, pero los conozco, son de los que les da el pánico escénico ya estando en el escenario. Seguimos desayunando, escuchando el peculiar ruido de los Dinosaurs and Cadillacs rebotando desde la azotea.

*

Mis Fender Twin Reverbs, mi guitarra, y mi sistema de preamplificación se encontraba en orden. Miré el centro histórico, todavía vacío, la prueba de sonido finalizó. Ninguno de mis compañeros tuvo un problema. Fui por un café, me caía de sueño. Atrás del escenario me senté encima de lo que parecía ser una bocina y me puse a rememorar: cuando la vi por primera vez en la discoteca, y en la agridulce segunda vez, que la seguí hasta llegar a un lugar maravillosamente insólito. Sin darme cuenta me hallé en toda una aventura que todavía no tenía un final claro. ¿Qué pasaría después del concierto? Me gustaba imaginarla hermosa, con una blusita anaranjada -por alguna razón-, el pelo recogido y una cálida sonrisa. Al finalizar el concierto ella vendría a mí, me felicitaría y me diría su nombre, seguramente será algo que suene como a “Madeleine”, intercambiaríamos direcciones y nos daríamos muchas cartas... bueno, soñar no cuesta nada.
Mis patéticas ensoñaciones fueron interrumpidas por la pareja de pelafustanes que nos invitaron a tocar a un evento que nadie conoce, Eric y Joaquín.
-¿Todo en orden? -inquirió uno.
-Este... sí, todo en orden.
-Bien, ustedes tocan hasta en la noche como acordamos, después de Dinosaurs and Cadillacs, esto es porque son los dos grupos de música “eléctrica” que tenemos, los demás son de una onda más acústica -dijo el otro, daba igual, no les prestaba atención.
Poco a poco se presentó la gente, cuando tocó el primer grupo, unos remedos de folcloristas, el centro histórico comenzó a ser habitado por un conjunto bastante decente de público. No vi señales de ella. Son bastante personas, me dije, hay mucho más gente reunida hoy que en todos nuestros conciertos juntos. Los segundos se volvieron largos, vi el gran desfile de grupos, esperando que captaran mi atención, eran tan fatalmente mediocres que volví a perderme en ensoñaciones. Ella, todo se resumía en ella; tocaría por ella, para ella y por ella. El serio metejón que sentía por una mujer de la cual sabía absolutamente nada, se transformó en una pesada carga. ¿Se me cumpliría el tercer milagro de volver a verla? Comencé a dudarlo. Un epígono de Bob Dylan aulló cuando las calles se vieron rodeadas por el ocaso azulado, y un tenue alumbrado público comenzaba a iluminar la tarde, dando un aspecto espectral al pueblo, vi unas jacarandas rodeadas por curiosas lamparas, todo parecía tan irreal, como sacado de un sueño. No supe si quería despertar.
-Ahora con ustedes Dinosaurs and Cadillacs.
La sensación del tiempo se diluía misteriosamente, ya era de noche, un poco distante divisé la imponente parroquia de San Miguel Arcángel; con la iluminación que le ponen luce en las noches dorada. Escuché unas lejanas campanadas. Miré de nuevo al público, sin rastro de ella todavía.
We ya casi nos toca tocar! -hasta ahora se daba cuenta Homero.
Vi a Carlos afinar su bajo, sentía que yo también debía revisar si mi instrumento estaba correctamente afinado. Antes vi la luna, estaba llena, y reflexioné... ella era la luna... o mejor dicho era como la luna. Lejana, caprichosa, distante, por más que lo intentes, nunca la alcanzas. Me puse triste. Para alejar el mal humor me colgué mi vieja Jazzmaster, y verifiqué su afinación. Todo en orden.
Cuando llegó la hora de estar frente al escenario, me sentí como si fuera el grupo estelar, no noté mucha excitación al vernos, pero tampoco el público era indiferente. Vi tantos rostros, que si por casualidad la chica anónima se presentara, sería imposible vislumbrarla. Las luces reflectoras me pegaron en la cara, aturdiéndome. Todo estaba conectado, sólo tenía que tañer las cuerdas para dar el aviso de la primera canción, pero mi preocupación era otra, los infinitos rostros de la gente ocultaban el único e irrepetible rostro de la mujer que buscaba ¿qué enferma esperanza aguardaba en este concierto? ¿Qué certeza tenía de que ella estuviera en aquella multitud? Para empeorar las cosas, una segadora luz me daba en el rostro, ahora si no veía nada de nada. El público enardecía, di las notas de introducción mecánicamente mientras Carlos nos presentaba:
-Somos Bare Knuckle, uno... dos... tres... cuatro.
Vine a tocar, no a enamorarme, mi misión era dar el mejor concierto y largarme al día siguiente, fue lo que pensé a la vez que tocaba los acordes de poder y requinteaba. Me importaba un carajo el público -la única persona que tal vez me interesara entretener, probablemente no estaba-, toqué para mí, para la chica anónima y para olvidar el misterioso episodio de ayer. Me veía divertido, en realidad sufría; mañana me iría sin saber nada de ella. Hoy sería mi última oportunidad de encontrarla, pero una vez terminado el concierto ¿dónde empezaría a buscar? Aun en un pueblo chico los lugares pueden ser infinitos. Olvidé todo, dejé la música fluir.
Al finalizar cada canción, veía fijamente al público, esperando milagrosamente encontrarla, fue inútil. Mientras ellos aplaudían y se regocijaban, sin darse cuenta se convertían en una masa uniforme y anónima. ¿Recordarán el nombre de nuestra banda? ¿Recordarán nuestros nombres cuando termine la presentación? ¿El nombre de las canciones o lo que sintieron al escucharlas? No... para ellos la música no es un milagro; para ellos la música no es más que la pista de sonido para el placer y el ocio. No hay nada de malo en ello, pero tampoco hay algo solemne. Si nos ponemos a pensar, el amor, en estos tiempos, puede convertirse en la misma cosa, el preámbulo y el pretexto antes del sexo, algunas veces, ni siquiera eso.
Las luces se atenuaron, era momento de tocar la última canción: “Madeleine”. Pensé, más que nunca, en ella: la chica de la discoteca, de la alberca, y la del baño romano. Pensé en los misterios que ella encerraba y cuan feliz sería al tenerla a mi lado. Unos tristes acordes salieron de las bocinas de los amplificadores que a su vez estaban microfoneadas a las bocinas del equipo de sonido de la tarima. Acordes menores se empalmaban buscando entristecer al público, un aire de patetismo flotaba en el aire, me remordía el reconocer que, de ahora en adelante, no volvería jamás a verla. Tuve mi oportunidad y la desperdicié. Seguí tocando la canción, con su recuerdo tan presente en mi memoria, que por fin creí verla en medio del público. Esperen. ¡Sí era ella!
Memoricé el cuadrante donde se hallaba, era como una hoja oculta en un bosque o una moneda escondida en una colección de numismática. No estaba ni muy al frente ni muy alejada. Unos brazos de un invisible espectador la rodeaban, seguramente era el rival, si no poseyera una guitarra que tiene mucho valor se la estrellaría en el cráneo. Toqué con más pasión, hice que mis notas fueran indescifrables rayos de sonido. Siempre creí que la música podía expresar lo que el corazón ocultaba. Decepcionado, admito que casi siempre eso no lo percibe el interlocutor. ¿Ella sonreía por mí, por encontrarme inesperadamente tocando en una tarima, o por estar junto a él? Ahí fue que me di cuenta que era una batalla perdida: Yo, un forastero, que vine de la ciudad para hacer el ridículo a un pueblo, me enamoró de una completa desconocida que tiene una vida ajena a mí. Desee que algo nos uniera; una meta común; un mismo deseo; ¡una plena justificación a nuestro improbable encuentro! No, nada nos enlazaba, yo la amaba por hermosa y ella olvidaría -si no es que ya me olvidó-, que yo existo. El último acorde retumbo, los ensordecedores aplausos sonaron, Carlos presentó cada integrante del grupo que recibió igual cantidad de ovaciones, el público pedía más, Joaquín y Eric nos hacían señas de que le paráramos, tenían el itinerario muy justo. Al desconectar mis cosas y regresar a la parte trasera del escenario y recibir las congratulaciones de los organizadores. Me dije a mí mismo que tenía que al menos saber su nombre, preguntarle si le gustó nuestro concierto e intercambiar direcciones, so pretexto de futuros conciertos y noticias.
-Nos gustaría hablar con ustedes, ¿por qué no cenamos en el mismo restaurante en el que nos vimos? -sugirió uno de los organizadores.
Debía hacer algo. Los segundos, para mí, se arrastraban con violencia. No dejaba de pensar en ella, en que si la perdía hoy, la perdía para siempre. No escuché los halagos de los presentes. Tenía que actuar, esta vez no me lo perdonaría.
-Homero ¿puedo pedirte un favor? Te encargo mis cosas, la vi, estoy seguro.
-Espérate we, tenemos cosas que hacer.
No podía postergar nuestro encuentro, le colgué mi guitarra y salí corriendo.

*

La gente tapaba las calles, la vista, ¡todo!. Caminé con desesperanza, con mucha incertidumbre. En cada espalda de mujer que veía se me figuraba ella, pero asolado, no hallaba el hermoso rostro que buscaba. Avancé empujando, como la primera vez que la encontré en la discoteca. ¿Por qué las multitudes impiden que yo la encuentre? ¿Por qué ella siempre tiene que ser la notable excepción del género humano? Ella siendo tan única ¿por qué se deja rodear por tanta gente?. Seguiría dilucidando sandeces si no fuera por la desesperación en que me sumergía. Si paraba de buscarla para descansar, mis ojos se me humedecían y me reprochaba a mi mismo por la pausa. Tantos rostros, tanta gente, tantas espaldas. Algunos desconocidos se acercaban a mí para felicitarme por el concierto, no suelo ser descortés con el público, pero hoy era un excepción y deliberadamente los esquivaba, espero que me disculpen.
No sé cuántas veces pasé por una misma calle, no sé cuántas vueltas di a una misma cuadra. El éxito, la fama, la fortuna me eran poca cosa comparados con ella, ¡lo daría todo por estar un segundo con ella! Las calles se fueron vaciando; al haber menos gente, sería más fácil ubicarla, pero también supondría que se marchó. Seguí indagando en un pueblo que seguía sin conocer, lo peor de todo es que era de noche y me desubiqué totalmente. Ahora la problemática me la tenía que solucionar el azar. Fui caminando por las calles como si fuera el mismo pueblo quien me diera las señales de dónde podría estar. Llegué a una misteriosa alameda, a lo lejos vi una muchacha de espaldas. Traía un vestido muy largo, entre negro y azulado, la espalda estaba descubierta, su lejano perfil me era familiar, sabía que era ella. De nuevo estuve lejos, quise gritar, pero al no saber que decir, enmudecí y la dejé internarse en una glorieta en compañía de una lejana silueta que reconocí como “el rival”. Corrí hacia la entrada y sin darme cuenta; al posar mi cabeza hacia arriba como buscando un aviso, vi La Parroquia de San Miguel Arcángel, entré a la pequeña zona arbolada que la rodea, envuelta en sombras y escasamente iluminada.
Ahora caminaba despacio: Lento, suave, sigiloso. La única luz que detecté fue la que salía de la puerta abierta de la parroquia. Dos siluetas sinuosamente conocidas parecían discutir, con sigilo, me acerqué temerosamente. Me escondí atrás de un árbol, se escuchaba una acalorada discusión, vi su perfil ensombrecido, era hermoso. Ella seguía discutiendo con el rival, me causaba mucha repulsión verlo cerca de ella. Me consideré un cobarde por no interrumpir para defenderla. No supe de qué peleaban. Sólo oía los violentos murmullos y un lejano llanto. La relación que tenía con aquél hombre no me quedaba clara.
Él reprendía con aspavientos mientras ella se llevaba las manos al rostro. Un impulso violento me enervaba, sin embargo, me sentí incapaz de actuar. Ellos tenían una pelea conyugal, eso resultaba un poco obvio, así que era mejor mantenerme ajeno a la discusión e intervenir cuando todo terminara para consolarla. El energúmeno soltaba frases atroces y ella gritaba ofensas inteligibles. En el momento más álgido de la confrontación, el rival gritó algo que sonó como un “haz lo que quieras”, inmediatamente ella se fue llorando hacia la parroquia, faltó poco para que la golpeara, corrí, no sin antes lanzarle una mirada fría al rival, su rostro me pareció tan común, que lo confundiría con cualquier otra persona, él me miró con indiferencia y se fue en sentido contrario del mio.

*

Miré hacia al altar mayor, no la encontré, la parroquia prácticamente se encontraba vacía, ¿dónde estará ella? A mi izquierda vi unas escaleras barrocas con forma de espiral, no existía otra alternativa, fui a revisar e inmediatamente se me ocurrió lo peor ¿qué locura haría? Alcé la vista hacia arriba para ver las lejanas escaleras que comunicaban con el campanario y vi que ella avanzaba a gran velocidad, ¿por qué la prisa? Subí las escaleras intentando alcanzarla, le grité “señorita deténgase por favor” pero sus oídos lo único que escuchaban eran sus lamentos y los oscuros pensamientos que dictaba su mente. Subí, sin mirar el vacío que cada vez se hacía más latente con cada escalón que avanzaba. Si no la detenía ahora, la perdía para siempre.
Cansado llegué al campanario, por el estrés del momento me lo figuré como dorado, la vista era peligrosamente sublime, vi su espalda descubierta ya ubicada en la peligrosa orilla; estaba decidida al lanzar un mortal clavado al suelo.
-¡No lo hagas! -grité con toda la desesperación que mi garganta era capaz.
Ella volteó, desconcertada, el aire mecía su cabello. Nerviosamente seguía apoyada en la barandilla que dividía la vida y la muerte, di un paso, ella se mostró segura ante su decisión de quitarse la vida y me miró con más violencia que frialdad.
-Ningún hombre lo vale, por favor, aléjese de ahí.
Me dio la espalda y agachó la cabeza para ver el vacío, no estaría exenta de sentirse arrepentida por la sensación de acrofobia. Caminé arrastrando los pies, sin saber cómo podría calmarla.
-Yo le quiero, desde el primer día que la vi en la disco, por favor, por lo que más quiera, póngase a salvo -rogaba inútilmente.
Volteó rápidamente la cabeza para verme, y luego siguió viendo el vacío.
Ya estaba a pocos metros, unos cuántos centímetros más y con un movimiento rápido podría salvarla.
-Si te pierdo -dije- sabrás que yo quería seguir amándote.
Ella se volteó una vez más a mi lado, ahora nos encontrábamos cara a cara, me rodeó con sus brazos y me besó. Creí que ya la tenía a salvo, ella me sonrió, y... como si diera un clavado de espaldas, posó sus brazos de forma horizontal, y de espaldas se dejó caer al suelo.
Mañana en los periódicos saldrá la noticia, y con ella, su nombre, justo cuando ya no me sirve de nada.

México D. F.
4 de abril del 2012

jueves, 29 de marzo de 2012

La piscina de asfalto Parte dos


Parte dos



En sueños se me apareció volando en una luna blanca afuera de mi ventana, tenía los brazos abiertos que me invitaban a acercarme a ella, llevaba un vestido blanco que poseía un misterioso brillo. Yo abría mi ventana y volaba hacía sus brazos. Despertar de un sueño así es desmotivante.
¿Quién era la mujer de la discoteca? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo la volvería a ver? Reflexiones vanas que formulaba mientras hacía un puchero con los aguados corn flakes del desayuno. Ya todo dejó de tener sentido para mí: el viaje, la música, el concierto, todo me daba igual.
-¿Ahora a este qué le ocurre? -preguntó Carlos a Homero, creyendo que no lo escuchaba.
-Perdió al amor de su vida o algo así.
Unos pocos segundos pueden influir en el destino de las personas: son el coche que está apunto de atropellarnos; son el anuncio que esperábamos en una línea que estamos casi a nada de leer en el periódico; son la oportunidad única e irrepetible en medio de nuestras narices; son el aviso oportuno sonando en el teléfono, esperando a que te dignes en contestar. En mi caso, ver el amor de mi vida, por el que tan pacientemente esperé, y que en un momento lacónico, huyo de mí, sin siquiera dirigirme una mirada, y darse cuenta en ese inexistente santiamén, que yo la amaba más que a ninguna otra cosa en el universo.
-Vamos amigos, hay muchos peces en el mar -dijo Roberto.
Sí, hay demasiados peces comunes en el mar, pero solo un pez dorado oculto en un enorme cardumen, no contesté.
-Ánimo we, con seguridad la verás en medio del público en el concierto que vamos a dar.
No me gusta aferrarme a falsas esperanza (sigo creyendo que esa expresión es un pleonasmo), pero la fe ciega en algo, es el único aliciente que puede tener un hombre, que cree que lo ha perdido todo.
-¿Tú crees?
-Tú confía -el optimismo desaforado de Homero, a veces me molesta.
Comí mis hojuelas con leche muy desganado. Roberto, que al menos tenía algo con qué entretenerse, miraba el folletín turístico, que nos dieron Eric y Joaquín, con mucho interés. No tardo en sugerir con emoción un destino.
-¡Por qué no vamos a este parque acuático!
Ir a un balneario privado no estaba dentro de mis planes, de tenerlo contemplado, hubiera equipado un traje de baño en mi maleta. Pero mis amigos, que buscaban experiencias estimulantes, y que con el sol de primavera de la mañana lo menos que querían era ponerse a tocar, pensaron que sería una buena idea. Deprimido o no, pienso que los parques acuáticos son sitios muy vulgares. Terminaron llevándome a rastras del coche, antes le encargué a la anciana señora que de favor mandara mi sucio saco a la tintorería, tenía el compromiso de tocar en el centro histórico del pueblo, y quería verme bien... por si volvía a verla.
El parque acuático estaba pocos kilómetros lejos del pueblo, el improvisado viaje no me causaba ninguna felicidad, intuían que una zambullida al agua mágicamente aliviaría mis pesares y desdichas. Yo lo único que quería hacer era encerrarme en un cuarto, mirar hacía el techo e imaginarla, despedazar los pétalos de una flor haciéndome la pregunta ¿la volveré a ver?, para después, tomar mi guitarra y componerle una canción a la anónima chica de la discoteca... pero esperen, ya tengo una, Madeline, signo inconfundible de que la amo mucho antes de conocerla. Después de transitar por un árido paisaje, vi que cruzamos un gigantesco anunció que decía:


¡Bienvenidos al parque acuático “Vértigo”!

Ya veía venir la sopa humana, que son las multitudes, llenando una alberca, me causaba repulsión. Yo a cada momento me remitía a la memoria del más bello rostro que recuerdo, para alejar tan nefasto pensamiento. Me parecía increíble que apenas ayer en la noche -¿o más bien fue hoy en la madrugada? El sentido del tiempo se pierde al enamorarse-, se me hubiera aparecido, como el momento sublime perdido en una gran lista de “hubieras”.

Flotaba en una enorme piscina, el sol me daba en el rostro. Las piscinas... un refugio para el sol, just a mirror for the sun, pensé. Era como el sueño de mi primera noche en San Miguel, sólo que en vez de una tranquila y apacible luna, estaba a la merced de un despiadado y lacerante sol. Me di una zambullida en el agua una vez más, al menos, nadie notaría mis lágrimas metiéndome de lleno en el agua. Tuvimos que comprar unos trajes de baño, recalco, ninguno de nosotros preveía un repentino viaje a un parque acuático, que, por cierto, estaba medianamente poblado. Mis amigos, al mirar el mapa de las atracciones, se emocionaron. Yo sólo quería meterme a una alberca, para ver si olvida, al menos por un segundo, a la chica de la que no llegué a saber nada... excepto que era bella.
-¿No quieres dar un salto al trampolín? -me preguntó Homero, tuve que descifrar lo que decía, los oídos se me taparon un poco con el agua.
No aguanto mucho las alturas. Aunque les cueste creerlo, cuando veo una película y aparece un plano hacía el vacío, me da mucha ansiedad y nerviosismo. No tengo lo que se podría decir, “un miedo a las alturas”, simplemente es algo que prefiero evitar, como el amor... y fue por el amor que acepté una invitación que contradice mi espíritu contemplativo y calmado. No sé dónde leí que para olvidar un mal, no hay mejor remedio que hacer o estar expuesto ante algo que nos aterra para olvidarlo. Nunca he saltado de un trampolín olímpico, y de no ser porque el triste pensamiento de no reencontrarme con la chica de mis sueños seguía atormentándome, no hubiera aceptado la invitación.
-¿Sigues pensando en la chica que vistes?
-Sí -le conteste a Homero, mientras que, junto con Carlos y Roberto, nos dirigíamos al trampolín olímpico.
-La encontrarás, estoy seguro, tú confía -me gustaría ser tan optimista como mi amigo, sería un verdadero alivio.
Llegamos a la imponente torre de concreto, tenía tres trampolines, uno de cinco metros, otro de siete, y el más escalofriante de todos, el de diez. Aunque todos estaban muy impacientes por aventarse, yo me ubiqué atrás de Homero, el sería el primero en lanzarse en picada hacía la piscina, yo le seguiría después, mala elección quizá, no me daría tiempo de arrepentirme, pero... ¿qué trampolín elegirían estos cabrones?. El trampolín de cinco metro tal vez lo aguanté, el de siete me causará nauseas, el de diez será la muerte para mí. Subimos las escaleras, yo rogaba porque fuera el de cinco ¡el de cinco por favor!, las escaleras estaban calientes, ay, lastimaban los pies y las manos, avanzamos hasta rebasar la de cinco. Vi hacia abajo, la distancia ahora era un poco menos que tolerable, seguimos hasta llegar a las de siete, mejor ni mirar hacía abajo, seguimos avanzando, mantuve mis ojos cerrados, ¡por el miedo olvidé en una milésima de segundo que la mujer de la discoteca existía! Llegamos a los diez metros, Homero, alto y de cuerpo más atlético saltó de la tabla impávidamente. Llegó mi turno, mis amigos me miraban con impaciencia, me posé con parsimonia en la tabla, miré al vacío. ¡Ay! Era como si me tirara del piso donde vivo. No quería verme como un pusilánime delante de mis colegas, puse un pie sobre la delgada tabla, luego la otra, y así, hasta que recordé la perfecta risa de la mujer anónima, quise matarme por perderla, y la única manera de “suicidarme” sin sufrir la consecuencia de la muerte, era dando un clavado y dejarme llevar por la vertiginosa sensación de caída. Estaba ya en el borde, recordando su rostro me lancé, con los ojos cerrados, no fue un salto muy deportista, la sensación de caída hizo que mi mente se bloqueara, como si en el aire me hubiera desmayado, sin embargo, estaba consciente; me sentí suspendido en el aire; fue aterrador, pero, por estúpido que parezca, fue también placentero. Quien haya mirado mi caída, juraría que duro menos de un suspiro, pero para mi, la acción duró un corto lapsus de eternidad. Toqué el agua, al abrir los ojos descubrí que estaba en el fondo de la piscina. Silencio total, ¿será la muerte? Subí a superficie a toda velocidad, con los ojos adoloridos por el agua que me entró. Al tallar mis ojos y dar unas fuertes bocanadas de aire, me dije a mi mismo que eso fue la experiencia más terrible y excitante de mi vida, eso demuestra lo patético y cobarde que soy. Cuando ya me reincorporé, sucedió un milagro.
La vista la tenía borrosa -uso gafas, todos las usamos a excepción de Roberto-, mis oídos estaban llenos de agua, pero un poco lejos, cinco metros aproximadamente, observé a una hermosa chica en bikini azul cielo, portaba lentes oscuros, y amarrada a la cintura, llevaba una mascada de seda de tonos verdosos. Pude reconocer su hermosas sonrisa, el color café claro de su piel y la otoñal y rojiza melena, casi lloro de la emoción, ¡era ella! ¡La chica de la discoteca! ¡Ahora renombrada como la chica del parque acuático o del bikini azul cielo! ¿Será una ilusión provocada por la adrenalina? ¿Habré muerto al caer? ¿Me desmaye y estoy soñando? No, el destino nos reunía otra vez, ¡el optimismo de Homero dejó de ser una patraña!
Maldije mi natural miopía, si bien parcialmente pude reconocerla, se me presentaba como una mancha borrosa, un espejismo provocado por el calor. Seguí flotando con todo el cuerpo sumergido en el agua, a excepción de la cabeza, vislumbré que iba acompañada de un grupo de jóvenes. No distinguí, a grandes rasgos, las facciones de ninguno del grupo que la acompañaba, sólo me centré en la borrosa imagen de mi deseo, acostarse plácidamente sobre un camastro de plástico. No se moverá de ahí, aseveré, así que a toda prisa, me fui a la orilla que mis amigos y yo ocupábamos, que convenientemente se ubicaba paralelamente al lado de ella, nadé a toda velocidad, esquivando una vez más a las multitudes: niños en salvavidas, adultos jugando un improvisado voleibol acuático, misceláneos bañistas que no paraban de atravesarse en camino. Llegué campante a la calurosa orilla.
Desconcertado, medité: doy un paso al vacío y encuentro al amor de mi vida, como si el fondo al que caí fuera un vortex, que me llevó a otra dimensión, a su dimensión.
Mis amigos se habían tomado un breve receso del agua, comían unos cuántos emparedados y bebían refresco, mirando siempre enfrente de la orilla, necesité mis lentes, quería corroborar mi visión. Busqué con desesperación en nuestras cosas.
-We, ¿qué buscas?
-¡Mis lentes!, ¡los necesito!, ¡tenías razón, la encontré!
-Tranquilo, deben estar en ésta bolsa.
Tomé unos lentes que tenían mucho aumento, otros que tenía muy poco, hasta que di con los mios. Me los puse, ¡demonios! Ahora estaba demasiado lejos para apreciarla, de nuevo se me presentaba como una distante mancha. Por fortuna, equipé unos prismáticos, nunca imaginé que me fueran a ser de utilidad. Al ponerlos, ajusté el aumento e intente enfocar al objeto de mi atención. Después de que mi campo de visión fuera interrumpido por pelotas de playa, llantas y otros inflables. La aceché: seguía con sus lentes de sol puestos, acostada sobre el camastro, poniéndose bronceador en sus brazos, traía el cabello amarrado. Los minutos que me la pasé admirándola los disfruté sobremanera.
-¿Quién es we? -el we de Homero sonó casi a güey.
Le pasé los prismáticos con la correa de cuero aún rodeando mi pescuezo.
-Es la chica de bikini azul, la que está justo enfrente de nosotros.
A lo lejos noté que ahora estaba totalmente acostada, no inclinada como yo la vi.
-Parece ser bastante atractiva -comentó sobriamente Homero.
Necesité un buen trago de té helado, para quitarme el sabor a cloro que me dejó la piscina. No quise probar uno de los sandwitches que nos hizo el favor de prepara la anciana señora del servicio. No tenía hambre. Homero me regresó los prismáticos, estaba demasiado ocupado devorando su lunch y bebiendo su coca cola de litro y medio.
-Iremos a la gran resbaladilla “Vértigo” ¿no gustas acompañarnos? -sugirió uno de mis compañeros, no supe quién, estaba absorto vigilando a la chica del bikini azul.
-Vayan sin mí, nos vemos aquí a las tres de la tarde -aunque no la hubiera encontrado, me negaría a subir a una gigantesca resbaladilla acuática, que ponderaba ser la más grande del país, con el episodio del trampolín tenía suficiente.
-Bueno... suerte con la chica, ahí luego nos cuentas cómo te fue.
Me quedé solo.
No supe qué hacer ¿me la pasaría aquí, en mi orilla, observándola todo el tiempo? ¿O me acercaría a ella, la invitaría a tomar un helado -no sé si me alcance, Homero es el del dinero- y pasearíamos alegremente por todo el balneario? ¿Qué tal si va acompañada, y no quiere abandonar a sus amigos? Tenía que revisar el panorama antes de hacer cualquier movimiento. Por mucho que me pesara, tuve que desviar mis prismáticos de su fantástica visión; la misteriosa y sublime belleza de la chica. Oteé el territorio, a la izquierda se encontraba todo un séquito de jovencitas medianamente agraciadas, sin ser tremendamente bellas como ella, deduje que eran sus amigas, observaba que ladeaba la cabeza para decirles algo. Regresé a la mujer de mis sueños: cambió de posición en el camastro, ahora estaba acostada boca abajo, posición mucho muy interesante, me daba la oportunidad de contemplar sus nalgas y esa sensual y misteriosa espalda; a su derecha parecía hablar con alguien. Me vi obligado a indagar. A su derecha estaba lo que más temía, al odiado e ignorado rival, sentado con las piernas abiertas sobre otro camastro, podría calificarlo como un esperpento -¡quién no califica de esperpentos a sus rivales!-, litros de gel en la puntiaguda cabellera, lentes oscuros demasiado grandes y ostentosos, moreno cenizo y quizá un poco más alto que yo, y... para mi vergüenza, quizá también más joven. Yo tengo casi veinticinco, la chica debe tener cerca de diecinueve y el rival un poco más de eso. Tener un rival joven sólo acrecienta la ignominia del hombre serio y contemplativo. Lo único que me quedaba era observar. El rival parecía estar ocupado de sus asuntos, mirando hacía la nada -¿con esos lentes verá algo? -, tal vez estaba drogado o crudo, le decía unas pocas palabras al aire a la chica, ella le sonreía. Me carcomía la envidia. Luego, el sujeto se levantó para contestar o hacer una llamada, dio unos breves pasos por la orilla de la piscina, iba de izquierda a derecha el muy imbécil. Ella se paró poco después; tanta bellezas en manos de esperpentos acaudalados -indagué eso por el teléfono celular que portaba, también porque, probablemente, era el interlocutor invisible en la noche de la discoteca, por lo tanto él fue quien se la llevo en coche, impidiendo mi encuentro con ella-, sin ningún talento ni gracia de este país. La vi abrazándolo mientras él le daba la espalda, más ocupado en su llamada, ella le besó un hombro. Maldije, me quité los prismáticos, me tiré al suelo. Qué curioso, me dije, ahora el cielo estaba nublado, un poco de fresco no cae mal en un día caluroso, me hallé sumamente indignado... no soy un genio musical o algo que se le parezca, pero me sentía merecedor del amor de esa mujer, por el simple hecho de ser un artista que se refugia en la belleza para tener un poco de paz interna. Un cuarto de siglo esperando a que una mujer me robe el aliento y la encuentro en esas condiciones.
Escuché un chapuceo y alguien gritando un nombre que sonaba como a Ana o Alejandra.
Me levanté para continuar el acecho, aliviado descubrí que el esperpento se marchó, vi su asiento vacío; ya no estaban sus cosas, pero tampoco la chica del bikini azul se encontraba reclinada en su camastro o cerca de la orilla. Nerviosamente, la busqué con los prismáticos. La hallé dentro de la piscina, nadando cual sirena, ahora esa belleza estaba más cerca de mí. Aprecié su delicada y deliciosa figura nadar. ¿Se me habría presentado una oportunidad? ¿la oportunidad de mi vida?
La indecisión me mantuvo quieto, mojando mis pies en la orilla, sin hacer nada, excepto admirarla.
¿Cómo explicarle mi deseo de conocerla, contemplarla, y sobre todo, amarla? Me imaginé la ridícula escena que haría al intentar entablar una conversación: «Hola nena» diría «soy un músico y tengo un grupo de rock, tocaremos en el centro histórico del pueblo ¿nos honrarías con tu presencia?» ella, al escuchar mis palabras, frunciría el ceño, y se marcharía indiferente. Otra opción sería hablar de forma más casual: «¿Te gusta nadar?» ¡Qué estupidez! Si la estoy viendo nadar con destreza ¡oh! Con ese bañador que le cae de perlas... empiezo a creer que tengo dos grandes fobias, a las alturas y a las mujeres.
De nuevo, tomé los prismáticos y me límite a seguir cada movimiento: nadando de braza, mariposa y mi favorito, de espaldas. Verla flotar era un regalo divino, me sentí ahora envidioso del agua que la cubría y no tenía el mayor recelo de tocar su cuerpo, maravilloso, al igual que su rostro, de finas facciones que describiría como “peninsulares”, pero también se me figuraba un poco como sefardí o gitana. El misterio de su belleza quizá sea producto de la tremenda mezcla cultural de nuestra nación, sólo podía estar seguro de una cosa, era toda una damisela del bajío.
Me sentí cobarde, estúpido y patético, resguardado en mi orilla, sin entablar contacto directo con ella. Desee ser rico, atlético o tal vez famoso. Para ella quizá cualquier cualidad sea poca cosa. Sentí dolor al reconocer que el único impedimento de estar con ella era yo.
Se volvió a presentarme su sublime figura, de pie, en su orilla, secándose con una toalla, sus amigas se alejaban, la dejaban sola... ¿Por qué pierdo el tiempo? ¡Ve por ella! Traté de darme ánimos. Me sumergí a la alberca, nadaría hasta su orilla, e improvisaría una conversación. ¡Soy un músico! Eso debe contar de algo. Nadé lo más rápido que pude, era una larga línea recta, pero el esfuerzo lo valdría. Nadé con los ojos cerrados, y ya al llegar a su orilla vi su camastro vacío. Ahora mi cobardía e introversión fueron los culpables de que la perdiera. Antes de volver a ponerme a llorar, miré a todos lados, no podía estar muy lejos. Me dejé llevar por mi intuición y atravesé una zona arbolada, que insólitamente, algunos bañistas la usaban para darse un “día de campo”. Sin mis lentes y muy al fondo, logré ver una espalda rodeada por un diminuto hilo azul, la cadera cubierta con una mascada, y la inconfundible melena del color de las hojas de maple, era ella. Corrí, esta vez no me lo perdonó, me reprendía. Enfrente estaban una serie de tubos, que eran el esqueleto y soporte de la gigantesca resbaladilla, ¡Qué no se le ocurra subirse ahí! Ni modo, tuve que internarme en el extraño edificio de color azul marino -ya me empezaba a chocar el color ese-. Ella avanzaba, segura, sin mirar atrás, yo por más que corría no la alcanzaba. Seguía a una valiente gacela, en medio de una construcción donde los tubos y demás artificios arquitectónicos impedían el paso. ¿Adónde iba? Las escaleras para ir a la resbaladilla estaban del otro lado. ¿Por qué tomó un camino tan raro? Muchas dudas me inquietaron en mi acecho. Consideré como dolorosa la certidumbre de que ella ignoraba que la seguía.
Gateando debajo de un gigantesco tubo, llegamos a una suerte de paraíso, o al menos así lo creí. Era un rectángulo oculto entre la principal atracción y algún otro edificio del parque acuático, nos encontrábamos rodeados de enredaderas y musgos. Un minúsculo estanque estaba enfrente de una extraña caverna hecha de piedra, que no sé porqué me remitía a una catacumba romana, que seguramente habré visto en la fotografía de algún libro de historia. Ella, sin pensarlo dos veces, se metió a la insólita cueva, dejó, antes, su mascada encima de una piedra. Se perdió en la profunda oscuridad de la caverna. En lo que me decidía a entrar, tomé la delicada prenda, la olí, el perfume que tenía impregnado era de violetas. Lo dejé en su lugar y caminé, lentamente, hacía la misteriosa cueva.

*

¿A quién se le ocurrió construir una misteriosa cueva, escondida y de difícil acceso al público en general? La idea es estrafalaria, un mundo secreto en medio de un lugar de esparcimiento vulgar, una bizarra combinación. El túnel era largo y profundo, totalmente oscuro, con agua adentro que cubría mis pies. El piso era firme, de piedra, me raspaba los talones. Caminaba a ciegas agarrado de una pared, lo único que escuchaba era una juguetona risa hasta el fondo. Cada paso que daba sentía el agua más tibia, ahora escuchaba el agua corriendo suavemente, como si alguien hubiera olvidado cerrar el grifo de la bañera. En el fondo de la cueva se me presentó una flagelante luz, oí que ella nadaba, la luz se hacía más grande a medida que avanzaba, la sensación del agua cálida sobre mis pies fue placentera. De la más profunda penumbra a la más iluminada habitación, el contraste fue tan violento que cerré los ojos y esperé a que mi ya perjudicada vista se acostumbrara a la iluminación. No pude creer en dónde me encontraba.
Era una gigantesca bañera, el techo era sostenido por una hilera uniforme de columnas de mármol, por el tamaño, calculé que fácilmente cabrían dos albercas olímpicas, el agua era proveída a borbotones por unas cabezas de leones de piedra que vomitaban chorros de agua termal, la calima era espesa, en el fondo de la bañera vislumbré una serie de grabados grecolatinos que me parecieron muy épicos. Escuché los chapuceos de ella nadando, hasta el fondo. Reanudé el acecho.
Quién imaginaria que en un recoveco se oculta un inmenso baño romano. Por el denso vapor, ella desapareció, pero intuía que no se encontraba lejos, a final de cuentas, eramos las dos únicas personas adentro del baño romano de aguas termales. El lugar era igual de veleidoso que la mujer que seguía. ¿De verdad ella no se daba cuenta que la seguía? ¿Deliberadamente me ignoraba? Un pensamiento me lleno de un perverso y excitante sentimiento. imagínense: los dos encerrados en un hermoso baño, semidesnudos, lejos de las multitudes -y mejor aún, del dichoso rival-, en un espacio que la mayoría ni siquiera imaginaba que existía, ¿me siguen? Me gané el premio mayor, ¡Estaba en el paraíso!
El agua cálida me adormecía, la experiencia era demasiado relajante, casi me hacía olvidar mi persecución, nadaba con una calma preocupante, si me dejaba llevar por el espeso ambiente, caería desmayado.
Y así fue, dejé mi cuerpo flotar boca arriba, como en el sueño que tuve, no es que me encante nadar de esa manera, pero siento tanta calma al hacerlo. Me relajé como si no tuviera responsabilidades, compromisos, ni una chica a quien encontrar, no me preocupo, sé que ella está en algún lado del inmenso baño secreto, no se moverá. El agua, a momentos tibia, y a otros muy cálida. Se me antojaba cerrar los ojos y dormir una siesta, hubo momentos en que deliberadamente los cerraba, pero inmediatamente los volvía a abrir, recordando que la mujer soñada podría estar oculta en alguna de las tantas columnas de mármol, mire el techo, lleno de pequeñas cuadrículas blancas, curiosos azulejos, un poco amarillentos, no sé si a propósito las autoridades del lugar le dieron ese toque derruido, se me vino a la mente una idea ridícula, quizá, en San Miguel había un baño romano escondido durante miles de años, es estúpido, pensé. Si alguno de mis amigos me acompañará, en especial Homero que es experto en mundo antiguo, me diría que este lugar es una vulgar reproducción de otro baño romano de algún otro lugar. Eso generaba más dudas que respuestas. ¿Qué baño estaban plagiando? ¿Era una creación original o tan sólo un intento empírico de crear un baño al estilo romano? ¿Si todas las maravillas del mundo pudieran estar juntas en un solo punto, daría lo mismo ver las originales cuando tenemos las copias exactas a nuestro alcance? Entonces... ¿Daría igual el lugar donde estemos? Ahora mis divagaciones se centraron en la chica, nuevas dudas me atormentaron: ¿La chica del bikini azul era de verdad la misma chica de la discoteca? -Estaba muy seguro de eso, pero las dudas aparecen hasta en lo más obvio-. Exactamente ¿qué era lo que amaba de ella? ¿La representación idealizada de la mujer perfecta para mí? Y esa idea ¿de dónde surgió? ¿De un montón de imágenes y recuerdos de cada una de las mujeres en mi vida, que fantásticamente, todas esas cualidades quedaron impresas en una sola mujer, ella, la mujer de la discoteca y del bikini? Otra idea más descabellada se me ocurrió ¿la chica del bikini era una copia de la que vi en la discoteca? Cada vez que pensaba, me daban menos ganas de seguirla.
Había llegado tan lejos, y me quedaba suspendido en el agua. Junté coraje, me voltee y me puse a nadar, pronto sentí mis brazos cansados, y mejor me puse de pie, el agua me llegaba hasta el cuello, caminé con dolorosa parsimonia, a medida que avanzaba, una nube espesa de vapor me rodeaba. Como pude avancé, ahora no existían multitudes, sino el vacío.
Atravesé la inmensa nube, ahora llegaba a un gigantesco circulo, en medio había una isla, sí, una isla hecha -aparentemente- de arena, el círculo se encontraba resguardado por inmensas estatuas grecolatinas -espero que disculpen mi ignorancia, el arte antiguo no es mi especialidad-, el techo era una inmensa cúpula, similar a la de una iglesia, de hecho, dejaba escapar el vapor al exterior, por lo que dejaba de ser una trampa mortal. Volví a ver la pequeña isla y descubrí algo maravilloso, acostada, reposaba la mujer, y si no fuera porque sin lentes no puedo ver bien, juraría que estaba... desnuda.

Continuara...