jueves, 22 de marzo de 2012

La piscina de asfalto Primera parte


Me había quedado dormido todo el camino, para mí, las carreteras no son más que transportadores mágicos que te llevan directo a tu destino, siempre y cuando, pagues la cuota de la caseta. Al despertar y ver la parroquia de San Miguel Arcángel en el espejo retrovisor, me di cuenta de que habíamos llegado. La vida puede que sea una gigantesca autopista, una enredadera de líneas que se bifurcan, y cada una de ellas te lleva a un diferente lugar, por otro lado, también creo que la vida puede reducirse a una indivisible línea recta, donde tus paradas ya están prefijas para terminar en un único e inamovible destino. Permítanme presentarme, mi nombre es Gerardo Carranza, soy el guitarrista y compositor de mi banda de rock Bare Knuckle, conformada por Homero en la batería, y Carlos en bajo eléctrico y voces. Nos invitaron a tocar en un reciente festival de grupos alternativos de rock, que tenía por cede el pueblo al cual acabábamos de llegar. Recibimos la noticia con mucho gusto, aunque realmente lo hacíamos para burlar la cotidianeidad en estás vacaciones de primavera.
Nuestro itinerario era el siguiente: nos instalaríamos el miércoles en la noche en la casa, jueves y viernes prepararíamos nuestro recital, para tocar el sábado en una tarima colocada en el centro histórico del pueblo.
Escuché una canción de los Red Hot Chilli Peppers salir de las bocinas traseras del estéreo, es el grupo favorito de mi baterista. El tema me parece muy ad hoc al momento; era Road trippin:
Road trippin' with my two favorite allies
Fully loaded we got snacks and supplies
It's time to leave this town
It's time to steal away

Era un milagro que Homero no estuviera golpeando el tablero del coche con sus baquetas, la primera mitad del camino no me dejo descansar a gusto por eso. Carlos conducía el coche propiedad del papá de Homero, así como la casa donde nos refugiaríamos, aminoró la velocidad y encendió las luces delanteras, se estaba haciendo de noche. Las calles empedradas provocaban jocosas vibraciones en nuestros traseros, impidiéndome retomar mi sueño.
-Gerardo ¿te gustan los Red Hot? -me pregunto Roberto, amigo de la banda, también tocaría con su banda, Dinosaurs and Cadillacs, en el misterioso, y recién inaugurado festival de grupos de música independiente de San Miguel de Allende. Su banda lo alcanzaría más tarde.
-Me parecen buenos hasta el Blood Sugar Sex Magic -contesté, aún adormilado.
-Todos sus discos son buenos we (el güey siempre lo pronuncia como we) -protestó Homero, el principal defensor del grupo californiano que conozco.
-¿Es a la izquierda o a la derecha Homero? -interrumpió Carlos, preocupado por qué desviación seguir.
-Es a la izquierda.
-¿Seguro?
-Tú confía -no conozco a nadie más seguro de sí mismo que mi baterista Homero.
Miré sobre mi ventana, medio sonámbulo, aquel pueblo parte del Estado de Guanajuato, se me figuró como mágico. El alumbrado público, y las luces de los locales que estaban abiertos, parecían como iluminados por luciérnagas. Pero, sobre todo, era la ajedrecística torre de La Parroquia, tan estilizada y alta, como una protuberancia salida de la tierra llena de secretos, un edificio tan esquisto que me parecía increíble que estuviera erigido en un lugar tan tranquilo como este. Esquivamos un tranvía que iba en dirección contraria a nosotros, pedimos direcciones, que terminaron perdiéndonos en el paradisiaco dédalo de calles coloniales del pueblo. Viajar con amigos puede ser una experiencia vergonzosa y ridícula, pero divertida.
Tampoco tardamos mucho en dar con la propiedad del padre de Homero. Llegamos a un lujoso vecindario, lleno de casas hechas para no ser habitadas por nadie. La residencia que estábamos apunto de pernoctar, no era la excepción; era una casa de toqué clásico, hecha de ladrillos rojos, con una diminuta puerta de entrada, los muros estaban cubiertos de musgo y enredadera, mirando hacia arriba; además de ver la amplia terraza, se asomaban unas jacarandas. Tuvimos que estacionar el coche en el inmenso terreno de atrás, obligando a un ya cansado Carlos, a dar una vuelta pronunciada. Una anciana señora fue la que nos recibió, gustosa. Al apoyar mis pies en el césped, cansado de alrededor de cuatro o cinco horas de recorrido, mire la noche, y escuché algo que no es muy común oír en la ciudad, el silencio. Apenas profanado por el ruido de los grillos y los pájaros. Abrí el portaequipaje, para sacar mi valija y el estuche rígido donde guardo mi instrumento.
-Descansemos un rato ¿no? -sugirió Carlos.
Homero desfalleció inmediatamente en un largo sofá rojo, que hizo suyo extendiendo sus brazos y piernas por todos lados. Es él, entre otras cosas, un apasionado del fútbol, llevaba su playera de los diablos rojos de Toluca y pantaloncillos cortos, no comparto su afición, pero al menos estaba mejor ataviado para el bochornoso clima que yo, que siempre visto camisas de mangas largas -odio las cortas-, y adentro de mi valija, empaqué un traje sport, para verme con estilo delante del escenario. Me senté en un sillón individual y los demás buscaron un espacio libre en el sofá ocupado por el muy comodino baterista. La anciana señora nos hizo el favor de encender el ventilador de aspas del techo y nos preguntó si se nos ofrecía algo, Homero nos miró como diciéndonos “anden, con confianza, pidan algo” nadie se atrevió, excepto yo, que con el calor, agradable aunque algo seco, se me antojo un té caliente, muchos no están de acuerdo conmigo, pero un buen té caliente es el mejor remedio para refrescarse.
-Té por favor -dije.
-Sólo tengo de hierbabuena joven, ¿está bien?
-Perfecto.
Carlos y Roberto se animaron a pedir un vaso de agua, Homero pidió su sempiterna coca cola bien fría. Un poco más despierto, me fijé en la sala, amplía y acogedora, pintada de blanco, llena de muebles de madera y todo un conjunto de pinturas de paisajes adornaban las paredes, adelante de nosotros estaba el cancel que daba al magnífico terreno de la casa; un opulento jardín, para una opulenta casa de veraneo. La anciana señora nos dio nuestras bebidas una por una, sentí un enorme alivio al darle el primer sorbo de mi té, quemándome la lengua en el proceso, me moría de sed.
-¿Cómo se siente Bare Knuckle en su primer concierto fuera de la ciudad? -inquirió Roberto, a él le gusta mucho la música que hacemos, me halaga, aunque sé que es de gustos muy eclécticos.
-La música es lo único que me importa -peroré-, sobran decepciones en la vida, pero es la música la única compañía en los más desdichados momentos. En la ciudad les abrimos a grupos desconocidos e inclusive pagamos por tocar. Este será nuestro primer concierto medianamente masivo... por decirlo de algún modo.
-Olvidas lo importante -añadió Carlos-, ¡Salir a la aventura y conocer chicas! -cuando dijo chicas, alzó las cejas jacarandosamente, reímos.
-We, conozco unas amigas de unas primas que viven aquí que nos servirían de groupies.
La anciana señora regresó para preguntarnos si no se nos antojaba algo de cenar, ninguno de nosotros tenía hambre, nos atiborramos de chucherías todo el trayecto (como dice la canción we got snacks and supplies). Le dijimos que no gracias, y ella se fue, no sin antes advertirnos que para cualquier cosa que se nos ofreciera, no dudáramos en tocar al cuarto de servicio.
-¿Quieren ver el cuarto de ensayo? -sugirió Homero-. Al menos para dejar los instrumentos, ya mañana ensayamos.
Todos seguimos a nuestro anfitrión, subimos por unas escaleras de caoba, y entramos en un cuarto que daba con la terraza, magníficamente vacío, con excepción, claro está, de los amplificadores y la batería, Homero se acomodó en su respectivo instrumento, hizo unos cuantos redobles para rematar con los platillos. Quise antes, revisar que mi instrumento, mi fabulosa Fender Jazzmaster, se encontrara intacta -soy un sobreprotector de mis guitarras-, abrí mi estuche, ahí estaba, inmaculada, con la placa dorada y su reconocible acabado sunburst, flamante. Pedía a gritos ser tocada, tendría que esperar hasta mañana. Carlos también revisó su bajo eléctrico Hofner, que cuenta la leyenda, lo encontró entre las chácharas musicales que mantenían escondidas el coro de la iglesia de su colonia. Dejé mi instrumento con el estuche abierto y me dirigí a la terraza. Tenía una vista completa del pueblo. Las diáfanas luces que investían a La Parroquia y al pueblo, le daban una belleza resplandeciente, de pronto, me sentí enamorado de San Miguel de Allende. Apoyando mis codos sobre la barandilla, recordé el estribillo de Road Trippin mientras me perdía en la reconfortante noche:
Sparkle light with yellow icing
Just a mirror for the sun

-Just a mirror for the sun -dije en voz alta.
El viaje, el bochorno y la noche nos incitaron a los placeres oníricos, había suficientes cuartos para cada uno de nosotros. Solo, semidesnudo, cubierto con una delgada sábana, mirando un desconocido techo en la oscuridad, intenté dormir, di vueltas, escuche el ruido de los grillos que sirvió de arrullo. Y comencé a sumergirme en un reparador sueño: Me encontraba flotando en un gigantesco océano nocturno, y arriba de mí, una argenta luna llena me veía, no escuchaba nada más que el agua metiéndose por mis orejas, creando un ruido similar al chapoteo. Juraría que duró unos cuantos segundos mi sueño, pero el sol que me estaba dando en la cara, me indicaba que era hora de levantarse. Sumándole que Homero tocaba la puerta del cuarto que me prestó, diciendo:
-Ya levántate, tenemos que ver a los organizadores, nos invitaron a desayunar ¿recuerdas?
Dentro de un sueño, jamás sentí tanta calma, y desperté de buena gana, aunque, un sentimiento de melancolía, poco a poco, se apoderaba de mí.

*
-Nos da gusto que sean parte del festival que estamos organizando -dijo el hombre, un poco obeso, vestido de camisa blanca y rayas rojas, unos pesados lentes de plástico se posaban en su nariz, respondía al nombre de Eric.
-Nuestra intención es promocionar el movimiento undergraund de bandas del país -dijo el otro hombre, un poco más fornido y alto, de aspecto regiomontano, respondía al nombre de Joaquín-. Nuestro festival es una especie de contrapartida de los festivales de grupos mainstream que tanto pululan.
-Sí, queremos darles una oportunidad a bandas no tan conocidas y buenas como las de ustedes.
Nos invitaron a un restaurante, acondicionado en una vieja casa colonial, nos ubicábamos en un semicírculo, en el centro había una pequeña fuente, todo el local estaba rodeado de macetas llenas de muy diversas flores, sería la pesadilla de un daltónico -me imaginé-, ya que la diversidad de colores era tan fulgurante, que lastimaba la vista, el perfume que transmitían las plantas era embriagante. La comida no era la gran cosa, pero el lugar era agradable, prácticamente pagabas por estar ahí unos breves momentos de tu vida. Fijándome en los infinitos detalles del restaurante me servían de distracción para ignorar el discurso petulante de aquellos dos imbéciles que creen que el artista vive de filantropía, si no fuera porque nuestro burgués baterista financió el viaje, no estaríamos aquí.
-Es para nosotros un orgullo tocar aquí -qué otra cosa podía decirles.
-Queremos que toquen en la noche, después de Dinosaurs and Cadillacs -aconsejó Eric.
-¡Sería fabuloso! -comentó Roberto.
-Si todos están de acuerdo tocaremos en la noche -aseveré para que ya me dejaran comer en paz.
-¡Perfecto!
Terminada la conversación, por fin podía ocuparme a desayunar, mi café estaba frío de tanto parloteo, así como mis chilaquiles con bisteck. A mis otros tres amigos parecían no molestarles un desayuno frío.
-Si no tienen nada que hacer hoy en la noche -dijo Eric, una persona que me sorprendió su voracidad al comer, al grado de dejar limpio el plato-, podrían acompañarnos a una fiesta que vamos a dar en un antro, se llama Ernie's Disco.
-Además de promotores de la cultura, somos DJ's -añadió Joaquín orgulloso-. Tampoco es mala idea que salgan a visitar el pueblo, aprovechando que están aquí, ¿no creen?
Nos extendió un folletín turístico, lo cogí fingiendo una sonrisa. Ellos pagaron la cuenta y nosotros nos comprometimos a asistir a su fiesta. Cuando salimos, vimos las calles como espejismos, a la manera de westerns, con un calor así, a nadie le daban ganas de tocar. No sé quién de los cuatro sugirió visitar el parque Benito Juárez, no fue difícil hallarlo, al visitarlo, me quedé maravillado, ante su tranquilidad y belleza. Las palmeras nos proveían una fresca sombra (just a mirror for the sun?) y el aire fresco y puro, al menos a mí, tonificaba mis pulmones. Mis amigos querían dar una vuelta en bicicleta, yo prefería merodear a pie, nos citamos a las cuatro en el restaurante en el que no teníamos mucho de haber desayunado, ellos se marcharon a toda prisa, buscando, tal vez, importunar pueblerinas, y crear escándalo con sus timbres, yo me quedé con la libertad de caminar con toda la calma que se me antojara. La luz que atravesaba el tupido follaje de los árboles, le daba una sombría iluminación al parque, me sentí preso en un sueño, no me desagrado en absoluto. Para ser temporada de vacaciones, vi muy solo el espacio público. Siendo justos, el parque se me figuraba a muchos otros, eso me encantaba, no sólo era un refugio contra el sol, también era un refugio contra la nostalgia. Mientras me dejaba llevar por una impasible calma, similar a la del sueño de ayer, escuchando el cantar de unos socarrones pájaros, y contemplando los toboganes, columpios y demás juegos vacíos y uniformes, miré sentados, en una de las tantas bancas de hierro forjado, a una pareja. Siempre me incómoda ver una pareja feliz sobre un parque, es un insulto para el hombre solitario y contemplativo. No tardaron mis compañeros, aún en bicicletas, en encontrarme, dando rápidas vueltas sobre mi eje, como si fuéramos un enfurecido sistema solar, donde ellos son unos encarnizados y veloces planetas, y yo un tranquilo y quieto sol. Tenía que huir de los conductores de bicicletas frenéticos y de las parejas felices, el único lugar donde no encontraría eso, sería en una iglesia, que mejor que La Parroquia.
Posé mi cabeza hacia arriba para poder admirar el singular alfiler gótico del pueblo, era tan alto y puntiagudo que me dije a mi mismo que sería terrible arrojarse desde ahí al vacío. No aguantó mucho las alturas y por nada del mundo se me ocurriría ubicarme ahí. Con un olvidado respeto a los monumentos sacros, entré a la iglesia, no soy un católico practicante, pero sentí la necesidad de persignarme.
Me encuentro en tu iglesia, oh San Miguel Arcángel, protector de Israel, ángel guerrero y exterminador, enemigo acérrimo de lucifer, tu trompeta sonará el día del juicio final. Aquí estoy, un fiel agnóstico, que viene a visitarte a tu recinto, en señal de respeto a tu imagen. Escuchó tu sagrado coro en el altar mayor, y me siento en tus bancos, para reflexionar, ya que como hombre, por añadidura, soy pecador. Pero soy un hombre indefinido en muchas maneras, creo que me quedaré atrapado en el limbo, no he pecado lo suficiente para merecer el infierno, ni he alabado el nombre de Dios y el Tuyo con la devoción suficiente para ser perdonado y acceder al paraíso. Me retiró pues, para dejar de profanar tu santa sede, con la esperanza de que nunca llegué tu venida sobre la tierra.
Tome el tranvía para seguir contemplando la belleza de un pueblo que se conoce poco, a comparación de las ciudades de Guanajuato y Querétaro, grandilocuentes hermanas que esconden la dulce hermosura de su hermana menor del bajío. La gente debe de huir del calor, pensé, al ver tan solas las calles, dejándome llevar por el lento ritmo del tranvía, y su jocosa campanilla que sonaba en cada parada.

*

Nuestro ensayo fue como todos los que tenemos, enérgico, fuerte, y desgarrador. Hice sonar los amplificadores Fender con mucha agresividad, nunca escuche el bajo de Carlos tan aterciopelado como esta vez y Homero nos dio un preciso, al mismo tiempo que frenético ritmo. Si vinimos a destrozar la calma del vecindario, pues cumplimos nuestra misión sobradamente. Sobre la ventana que daba en la terraza, el sol iba ocultándose dando paso a la noche. La fiesta a la que nos habían invitado sería a las nueve, todavía faltaba mucho para esa hora. La gente suele creer que el rock es puro guateque: sexo, drogas y diversión. Sigo en la espera de todas esas cosas. La verdad es poco glamurosa, ensayamos mucho, repetimos la canciones cuantas veces creamos posibles, y la mayoría del tiempo, tocamos en nuestros cinco sentidos, lejos de los estupefacientes y opiáceos. Será por eso que todavía no tenemos un contrato discográfico, lucimos como un trío de niños bien que tocan un género que no les corresponde. La imagen lo es todo, tenemos la música mas no el físico. Al tomar un descanso, Roberto, el único espectador de un ensayo que pecaba de ordenado y serio, preguntó:
-¿Tocarán Madeline, en directo?
Madeline es una balada que compuse, inspirada, por ridículo que parezca, en una caricatura que veía de niño, recuerdo que trataba sobre una niña francesa que estaba internada en una escuela de monjas, al menos, es lo que logro memorar. Tomé prestado su nombre para, en una sencilla y cursi letra, describir a la mujer perfecta, a la chica de mis sueños.
-Me gustaría tocarla -dije-, pero no sé si sea del agrado del público, tú sabes, desentona con el rock enérgico que usualmente tocamos.
-We, tenemos que tocarla -insistió Homero.
-Lo pensaré.
Seguimos repasamos nuestro repertorio, hasta que oscureció, llegando la hora de salir a la vida nocturna de San Miguel. Necesité de un expreso cuádruple, al menos para no dormirme, los ensayos me dejan exhausto.

*

De noche, San Miguel pasaba de ser un pueblo poco poblado, conservador y casi fantasmal, a uno bullicioso y sobrehabitado. La gente salía a las calles a buscar diversión, si la tranquilidad y la decencia eran la norma mientras el sol siguiera colgado del cielo, una vez caída la noche, las calles se transformaban en un espectral carnaval. Llegar a la discoteca no fue ningún problema, ahí vimos, con letras doradas manuscritas, el letrero en la marquesina que decía Earnie's Disco. Nos estacionamos, dimos nuestros nombres (estábamos en la lista de invitados) y subimos a unas escaleras de herrería en espiral. El salón estaba a reventar y el indescifrable sonido que salía de las bocinas causaba ofuscación. Me consternaba que las personas entablaran conversaciones con semejante algarabía. Nuestros amigos organizadores de eventos y DJ's se encontraban hasta el fondo, así que nos costo trabajo desplazarnos. La iluminación del lugar era oscura y azulada, con pretensión de incitar a la pasión, el local era en realidad una casa del tipo victoriano, acondicionado para ser un antro. Rehuíamos de la gente, que era una mezcla muy homogénea de extranjeros y jóvenes pudientes. Ninguna chica llamaba mi atención, las mujeres que sólo les gusta provocar, simulando ser chicas de poca monta, pueden ser un peligro, es mejor dejarlas en paz; el hecho de que vistan como putas, según ellas, no nos da derecho de tratarlas como tales. Pasamos de largo para ver a Eric y Joaquín jugando con sus tornamesas y sus juguetes para mezclar sonidos, ambos portaban unos muy visibles auriculares.
-¿La están pasando bien? -inquirió Eric, destapando uno de los lados del auricular.
Todos respondimos con un monosílabo.
-Necesito un trago -le avisé al oído de Homero.
La barra se encontraba en el extremo opuesto, volví a avanzar dificultosamente. Las multitudes llegan a marearme. La vida contemplativa tiene privaciones, si uno prefiere quedarse en casa viendo películas viejas o leyendo un libro, invariablemente se queda enclaustrado en la soledad. Es un terrible hecho indefectible: la sociedad ama la extroversión, pero... ¿cuán solo se puede estar, aun rodeado de gente? Quizá era mi caso, me sentía solo en esa multitud y necesitaba un trago para hacer la fiesta medianamente tolerable, pedí un martini seco, sentí nostalgia, porque era el aperitivo que nos daban, a mi padre y a mí, en un restaurante del centro de la ciudad,“La catedral” se llamaba. Sirvieron mi trago en un pequeño vaso de vidrio, no tuve prisa en apurarlo. Paso a paso (y sorbo a sorbo), me dirigí de nuevo con mis amigos, en un ambiente desconocido, se prefiere la compañía de los aliados. Vi impertérrito la fiesta, sintiendo asco y fastidio, infeliz, porque mi dulce martini se terminaba.
La música cambió, ya no eran las habituales tonadas de moda, reconocí un suave piano eléctrico empalmarse con una guitarra acústica, los acordes eran sincopados. Eric y Joaquín no eran jóvenes, eran unos cuarentones que se negaban a madurar. Por eso no me sorprendió su poco sutil cambio, la canción seguramente la escucharon en su lejana adolescencia. Exactamente cuando reconocí el tema (Jaime López: Corazón de Cacto), mis ojos, se posaron azarosamente en la espalda de una mujer moviéndose al ritmo de la canción, ya no los pude apartar. Traía un vestido que era como si la misma noche cubriera su piel morena, llevaba puestos unos grandes aretes en forma de aro, de su nuca salía un ondulante cabello como una enredadera otoñal, rojizo y fulgurante como el acabado de mi guitarra. Automáticamente, dejé mi vaso en una de las bocinas, y sin apartar mi vista de ella, quise acercarme. Los indistintos rostros no paraban de atravesarse, mi ritmo cardíaco aumento, el golpe fulminante, vi su rostro de perfil, sonriendo, era la belleza más pura que jamás había visto, supe en ese instante que ella era la mujer por la que tanto esperé, si no la conocía, me arrepentiría por el resto de mi vida. Caminé para ir a su encuentro, soslayándome sobre los comensales con empujones, intentando no perder de vista aquel rostro tan perfecto. «Por fin te encuentro» le diría, «estamos juntos, como debió haber sido siempre, al verte sé que eres la mujer para mí, y al verme espero que no me consideres tan indigno de ti». Me desplacé muy lentamente, a medida que me acercaba, ella se alejaba un poco más, hice un esfuerzo heroico por no perderla de vista, me sentía como atrapado en un túnel infinito. Todavía me encontraba lejos de acudir a su encuentro.
-¡Hijo de tu puta madre! -grito, un fornido sujeto, quien pasará a la historia como el más grande imbécil, por procrastinar mi encuentro con la mujer de mi vida-, ¡tiraste mis pinches cervezas hijo!
Me empujó, caí al suelo, mojado de cerveza, estaba tan embelesado por la inesperada belleza de aquella mujer, que no sentí el golpe al caer. Las personas miraron con aprehensión al sujeto. Al levantarme supe que tenía que comportarme de manera diplomática, la perdería si no actuaba rápido y una pelea me incapacitaría para tocar.
-Amigo, dispénseme usted, no fue mi intención derramar sus cervezas, en un segundo se las retribuyo, si me permite tengo algo que hacer.
Mi gesto de educación ante un atropello lo confundió, volví a emprender la búsqueda de la nueva dueña de mi lastimado y adolorido corazón. Para que mentir que casi lloro de la preocupación, por un pueril incidente la perdí ¡La perdí!, seguía desplazándome, el fabuloso interludio de metales de la canción me importó poco. Desee saber su nombre para gritarlo, jamás sentí tanta preocupación por perder algo, dejarlo ir. El amor es ciego, frágil, tonto. Pero el amor a primera vista es un milagro, y nunca he sentido tan repentino cariño por mujer alguna. Me encontraba en la peor prisión posible, una llena de gente, por más que volteaba y miraba, no la hallaba... quizá estaba en la salida ¡sí! Bajó para irse de este infierno. Me dirigí hacia la escalera de herrería en espiral por la que habíamos subido, ¡Oh dios! Las personas ahí presentes bloqueaban el camino. Tuve que importunar a parejas que no tenían el menor pudor al fajar recargados en una pared, o algunos distraídos amantes, sentados a sus anchas, sobre los escalones, hablando de sabrá dios qué. Llegué al piso de abajo. De reojo, ya casi a la salida, la vi de lejos. Me pareció más sublime cada segundo, daba la impresión de estar acompañada, hablaba con un interlocutor invisible por la multitud, y porque la esquina de la escalera me impedía apreciar más. Me calmé por un breve instante, desgraciadamente, el primer piso estaba igual de bloqueado. Esquive y empuje a los comensales como pude, volví a perderla de vista, la agobiante ansiedad llegó con mucho más fuerza y no pude reprimir un sollozo. Avancé a un paso lentísimo, tanta gente, ¡Tanta maldita gente!, perdí su ubicación, mi angustia acrecentó, escuché el ruido de un motor encendiéndose, podría ser ella, de ser así tenía poco tiempo para alcanzarla, como pude, salí del edificio, antes ya había escuchado el ruido que hace un coche al ponerse en marcha. No vi nada, tan sólo percibí el olor de la gasolina, se había ido. Sería iluso buscarla en calles que conozco poco. Quienes han amado ciegamente, entenderán porque terminé recargado en una pared llorando. Todos los hechos y circunstancias de mi vida tendrían sentido si desembocaban en que pudiera conocer a esa persona; aquella maravillosa mujer de la diáfana sonrisa, perfecta cintura de avispa, y fulgurante cabello castaño rojizo. Mientras cerraba mis ojos para llorar, su rostro se me aparecía perfectamente nítido en mi mente.
Poco rato después, salió Homero de la discoteca, probablemente a buscarme. Yo seguía triste por la irreparable pérdida.
-¿Qué te pasa we? -dijo preocupado, es el más paternalista del grupo.
Enjugándome las lágrimas en la única manga de mi saco que tenía seca, respondí.
-Perdí a la mujer de mi vida.

Continuara...

No hay comentarios:

Publicar un comentario