En
memoria de Paulo Scheinvar y los cinco estudiantes acaecidos en el
accidente del 12 de abril del 2012 en la carretera México-Toluca.
Desperté
con mi teléfono celular sonando, no tuve ganas de contestar. Apenas
en la madrugada me había desvelado viendo la película “The man
who knew too much” la primera versión de Hitchcock, con el
despreciable y al mismo tiempo sensacional Peter Lorre como el
villano. Prácticamente es todo lo que hago en estos últimos días:
escribir, ver películas y aparentar que voy a la escuela. Como la
única clase a la que voy de martes a jueves es al mediodía, me
levanté de mala gana a contestar, en la pantalla de mi Blackberry
veo que me está llamando mi padre «ahora qué quiere» me pregunto.
-Diga -contesto adormilado.
-Hijo ¿estás ahí? -no logro percibir el tono de preocupación de
mi padre, me molesta que me despierten cuando duermo muy
plácidamente, aparte la pregunta me sonó medio absurda, estoy aquí,
¿qué tiene eso de raro?
-Sí,
estoy aquí en mi casa, en la Roma, ¿qué sucede?
Un
muy suspensivo mutis hace que me preocupe, me he habituado a recibir
malas noticias y eso era signo de que algo había ocurrido.
-Ocurrió un accidente -responde, interrumpiendo el silencio, mi
padre-. Un trailer se acaba de estrellar contra un autobús que
llevaba alumnos de la facultad de economía que iban a una práctica.
Recibir una noticia trágica de golpe, es siempre un tanto irreal,
significa que mientras dormía, personas que probablemente conocí o
vi apenas ayer, desaparecieron. Sólo pude pensar en lo peor, y las
dudas que pronto me asaltarían me mantuvieron tenso toda la mañana.
-¿No
sabes qué grupo fueron los que estaban en ese autobús? -pregunto
preocupado, no siento mucho aprecio por mis “compañeros”, pero
podría ser cualquiera, pensé en Stephannie; que por su especialidad
y por que está apunto de terminar, deduje que sería muy improbable
que ella hubiera salido a una práctica. Pero la posibilidad de que
ella saliera a práctica por “x” o “y” razón seguía
latente.
-No
han dicho nada, me enteré mientras veía el noticiario de Carmen
Aristeguí -dijo mi padre, más tranquilo sabiendo que su único e
irresponsable hijo seguía vivo y coleando.
Siempre evito salir a prácticas. Recordé la primera vez que tenía
que salir a una, fue en la materia de investigación que me impartió
en el primer semestre el profesor Paulo Scheinvar. Falté, no tanto
porque considerara que estás tragedias fueran posibles, sino porque
el profesor era demasiado inflexible y estricto, y si confirmaba que
saldría a la práctica y llegaba tarde, me reprobaba. Quise evitar
la responsabilidad de asistir y no fui.
-Nunca voy a prácticas -dije a manera de despedida.
Tenía muchas dudas, pero mi principal preocupación era saber si
Stephannie se encontraba bien, tendría que darme prisa y corroborar
qué estaba sucediendo en la facultad. Noticias así son terribles y
las autoridades, el personal docente y los alumnos se deben estar
movilizando o haciendo algo. Intenté averiguar algo en la internet,
tan sólo una noticia un poco ambigua en la página de la jornada.
Dejo, entonces, un recado en
Facebook, esperando
una respuesta, nadie contesta. Sigo pensando en Stephannie. No hay
modo de comunicarme con ella; hace algunos días recibí una carta
cadena suya, que llevaba a una página que no se podía abrir. Me
sentí enojado. Llevamos tiempo sin hablar casualmente, ni
comunicarnos vía Messenger,
nunca aceptó ser mi “amiga” en Facebook, y
ya una impenetrable barrera de diferencias nos apartaban; ella sería
una prometedora profesional y yo seguiría siendo un vago indigno de
ella. Pero sin importar los crueles hechos que rodeaban una relación
vacua, mi afecto por ella no ha disminuido y me dolería mucho saber
que algo malo le sucedió, en el fondo sabía que estaba bien, pero
tenía que al menos verla para estar tranquilo.
Salgo de mi recámara, mi madre me
reprende por no sé qué cosa, le digo que se calle y le explico la
noticia, la noto consternada, pero pronto se tranquiliza, yo no soy
el que está ahí. Qué egoístas somos a veces, mientras la tragedia
no sea a alguien conocido, poco nos importa.
En ese instante desconocía qué grupo era el que se encontraba en
el autobús. El nombre de Paulo Scheinvar fue el primero que se me
ocurrió, él es el que habitúa salir a prácticas fuera de la
ciudad, descarté esa posibilidad, negando deliberadamente que un
profesor que conocí estuviera muerto. No creo que él esté ahí, no
Scheinvar.
Mi madre me prepara un licuado de fresa para el desayuno, trato de
distraer mi mente, pensar en que Stephannie estaba bien -en cierta
forma estaba seguro de que estaba bien, pero con una inesperada
noticia de la cual en los primeros minutos no se dan detalles ¿quién
está al ciento por ciento seguro de algo?-. Termino mi desayuno y
corro a la facultad.
En largo trayecto del metro, hojeo un libro sobre la película
“Ciudadano Kane”, aún sin asimilar la repentina noticia, sin
entender las dimensiones que tienen las repentinas pérdidas de
jóvenes estudiantes. No quise pensar mucho en la fortuita tragedia,
sólo me preocupaba Stephannie.
Llego a la facultad, sin antes distraerme en los puestos de
libros, o en comprar café. La facultad luce como siempre, sólo que
ahora se respira un aire de incertidumbre. Preguntó a uno los del
puesto que vende café si saben algo sobre el accidente, saben lo
mismo que yo, que murieron cinco personas, pero no saben sus nombres,
voy preguntando a los compañeros y descubro que los que salieron a
la práctica fueron alumnos del segundo semestre. Me tranquilizo un
poco, porque ahora las posibilidades de que Stephannie esté bien son
muy altas. Pregunto por el profesor, me dan un nombre improvisado,
creyéndoles, pienso que ninguna persona conocida abordó el autobús.
Veo al profesor Ciro Murayama a lo lejos, me siento tentado a
preguntarle, pero al ver su perfil hostil -más hostil que de
costumbre-, reprimo mis ganas de satisfacer mis dudas. La veo, por
fin, le grito “¡Stephannie!”, ella voltea y sonríe, con todo
el ambiente de incertidumbre y preocupación, ver al menos una vez
más su sonrisa y sus ojos verdes, es suficiente para eliminar una de
mis más negativas cavilaciones, al menos una de mis principales
preocupaciones fue anulada.
-Stepahnnie -le digo- me da gusto que estés bien ¿sabes algo
sobre el accidente?
-No, apenas me acabo de enterar, fueron compañeros de segundo
semestre ¿no? Sería una lástima que alguno de los dos muriera, ya
que estamos a punto de terminar.
-No -corregí-, tú terminarás, yo... bueno, no me gusta hablar de
mi situación académica.
-Bueno, a mi también me da gusto que sigas vivo.
-¡Es bueno estar vivo! -siempre que estoy con ella, actúo como un
idiota, y por mis idioteces nos distanciamos, ahora, aprovechando que
tenía su atención, quería satisfacer otra duda, una muy ajena a la
trágica noticia que nos rodeaba-. Este... ¿escuchaste la canción
que te compuse?
-¿Cuál canción?
-La que te mande en tu cumpleaños -fue en diciembre.
-No, he estado muy ocupada y no he revisado mi correo.
-¿Quieres escucharla? La tengo en
mi Blackberry.
-Llevo prisa, tengo que ver a mi asesor a los cubículos.
Ahora otra tristeza me acechaba, ella pronto tendría un prometedor
futuro en el que yo no formaría parte, no tuve más remedio que
despedirme de ella.
-Me dio mucho gusto saludarte.
-A mí igual.
Las clases con el profesor Wing Shum son siempre muy divertidas,
pensé que me animarían un poco después de la amarga noticia, de la
que desconocía todas sus dimensiones, y del sentirme tan lejano e
indiferente de Stephannie. Me animé un poco, a final de cuentas,
seguía vivo. La vida es un problema, sólo la muerte no lo es, dice
Zorba el griego.
No
quise saber más sobre la noticia hasta que llegué a casa, al
revisar el Facebook me
entero de lo peor. El profesor Paulo Scheinvar había muerto.
Su
muerte me afectaba de una manera muy particular; Scheinvar fue el
primer profesor que me dio clase en la facultad. A lo largo del día
lo recordé, con su panza de botella, una prominente nariz aguileña,
su cabello opacamente canoso, sus ojos azules, su arrogante porte y
su acento brasileño, a pesar de lucir más como un escandinavo.
Recuerdo ese terrible primer día de escuela, en que empecé a
hacerme la pregunta que me hago todos los días “qué demonios hago
aquí”, y vi por primera vez al profesor, paseándose altanero por
el salón mientras una puerta floja se negaba a cerrar bien, hasta
que súbitamente cayó, retumbando sonoramente, fue cómico. Dio sus
primeras y muy optimistas palabras:
-Ustedes estudiaran para resolver la pobreza del país.
El significado que le doy a aquel primer día de escuela es el de
que todo en mi vida comenzó a ir de mal en peor. La repentina muerte
de Scheinvar no sólo es la desaparición de un reconocido
investigador o profesor de introducción a le investigación
económica. Es, ante todo, la desaparición de un ser humano. Voy a
ser sincero, yo odiaba al profesor Scheinvar, era muy metódico y
estricto, sí, cualidades esenciales en la enseñanza, pero el
profesor pecaba de serio y ortodoxo. Si hacías algo más, no dudaba
en ponerte en vergüenza ante todo el salón, no toleraba la
impuntualidad, y, espero que me disculpen, era un verdadero Nazi de
la ecología. Podría no estar de acuerdo con lo que pensaba, con su
forma de educar y por su terrible carácter. Pero nunca le desee
mayor mal más que le diera un resfriado, o que se lastimara un
tobillo para que faltara a clases. El señor Scheinvar era un
profesor y un investigador, pero también era un ser humano.
Su muerte cierra de manera amarga un ciclo en la vida de muchos. En
lo personal, haber estudiado y verlo desaparecer, capitulan muchas
cosas: el inicio de una carrera que odio o no le tengo mucho
interés; el único y último beso de una mujer de la que nunca volví
a saber nada en una fiesta de día de muertos; el cambio de
domicilio; el serio metejón que sufrí -y sigo sufriendo- por una
compañera pudiente; la internación de urgencias de mi madre y su
pronta recuperación; el nacimiento de una prima; la muerte de la
esposa de uno de mis tíos; la muerte de uno de mis primos; el
nacimiento de otros dos primos. Y sobre todos estos sucesos,
interminables proyectos y esperanzas, que al pasar los días, lucen
más lejanos e irrisorios.
Quise compartir mi desolación con
alguien, el único que quizá me comprendería, sería mi amigo Alán
quien estuvo en el mismo grupo que yo, aquel primer día en que una
puerta casi aplasta a Scheinvar.
So
pretexto de regalarle un libro que me pidió. Regresé a la escuela,
ahora estaba un poco vacía y un modesto altar se había erigido, vi
a Alán rodeado de otros compañeros, igual de indignados. Me
perturba ver a los alumnos y al profesorado en un estado de negación,
un silencio acompañado de murmullos se instaura en las mezzanine.
La vida sigue su curso normal,
salvo el altar con veladoras y flores en honor al profesor y los
estudiantes, y los lúgubres moños negros en la entrada.
Al
retirarme, no deje de pensar en el momento: desde que los jóvenes,
sin sospecharlo, abordaron su autobús para salir a Michoacán a una
práctica de campo. Los imaginé viajando junto al profesor
Scheinvar, tranquilos, quizá un poco desvelados porque la cita era
temprano. Yo vivía cerca de la Marqueza y conozco lo peligrosa que
es la carretera México-Toluca. Me impresiona que yo muchas veces
transité en compañía de familiares, por esa misma carretera en la
que sucedió el accidente. Ahora imagino a Scheinvar, no sé muchos
de los detalles del accidente ni conocí a profundidad al profesor,
pero seguramente estaba al frente, aprensivo, vigilando el viaje y
tal vez platicando con algún adjunto o comentando alguno de sus
parcos chistes a todos los que estaban adentro del autobús. No
quiero ni pensar en el momento en que un trailer, sin frenos y de
manera irresponsable, arremetió contra el autobús. Ahora lo
imagino, momentos antes del terrible choque, viendo el gigantesco
remolque acercando peligrosamente hacia su lado, él seguramente
reconocería, mientras mira impávidamente, con sus ojos azules, su
destino, reconociendo que todos, de una manera u otra, nos acercamos
al final. Si nos ponemos a pensar, hay más probabilidades de que
esto nunca hubiera sucedido: De haber salido un poco antes, de que el
conductor del trailer hubiera revisado los frenos, de posponer la
fecha y de muchas otras posibilidades que pudieron evitar este
terrible accidente trágico. Empero, todo parecieran ser partes del
preciso engranaje de la tragedia. Yo mismo experimenté un horror
similar hace muchos años, y es difícil discernir el por qué
ocurren. Lo abominable de la muerte es que no hay retorno, un error
que podría ser considerado pueril, puede tener consecuencias que
acaben en desastre. El conductor imprudente del trailer, tuvo la
mayoría de la culpa. Pero muchos accidentes suceden con remolques
sin consecuencias graves. ¿Por qué la lotería de la muerte les
tocó a un profesor y a unos jóvenes que apenas empezaban la
carrera? Yo debí haber ido a una de esas prácticas, de asistir,
hubiera estado a nueve prácticas de mi posible muerte, un cálculo,
que con todo, no tiene nada de alentador. Desgraciadamente, no
podemos sacar nada positivo de la experiencia, conductores
imprudentes seguirán existiendo y la justicia nunca compensará a
los heridos y la muerte de cinco compañeros y un profesor. Sólo
resta admitir a la vida, con todas sus vicisitudes y alegrías, y
esperar a que al menos el día de hoy, estemos en una pieza.
Siento escalofríos al imaginarme los pensamientos que todos
tuvieron antes del choque, quizá Scheinvar pensó algo, segundos
antes del inevitable fin, algo así como: “no ahora”.
Viernes 13 de abril del 2012 México D. F.
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