viernes, 13 de abril de 2012

Crónica de un jueves trágico


En memoria de Paulo Scheinvar y los cinco estudiantes acaecidos en el accidente del 12 de abril del 2012 en la carretera México-Toluca.

Desperté con mi teléfono celular sonando, no tuve ganas de contestar. Apenas en la madrugada me había desvelado viendo la película “The man who knew too much” la primera versión de Hitchcock, con el despreciable y al mismo tiempo sensacional Peter Lorre como el villano. Prácticamente es todo lo que hago en estos últimos días: escribir, ver películas y aparentar que voy a la escuela. Como la única clase a la que voy de martes a jueves es al mediodía, me levanté de mala gana a contestar, en la pantalla de mi Blackberry veo que me está llamando mi padre «ahora qué quiere» me pregunto.
-Diga -contesto adormilado.
-Hijo ¿estás ahí? -no logro percibir el tono de preocupación de mi padre, me molesta que me despierten cuando duermo muy plácidamente, aparte la pregunta me sonó medio absurda, estoy aquí, ¿qué tiene eso de raro?
-Sí, estoy aquí en mi casa, en la Roma, ¿qué sucede?
Un muy suspensivo mutis hace que me preocupe, me he habituado a recibir malas noticias y eso era signo de que algo había ocurrido.
-Ocurrió un accidente -responde, interrumpiendo el silencio, mi padre-. Un trailer se acaba de estrellar contra un autobús que llevaba alumnos de la facultad de economía que iban a una práctica.
Recibir una noticia trágica de golpe, es siempre un tanto irreal, significa que mientras dormía, personas que probablemente conocí o vi apenas ayer, desaparecieron. Sólo pude pensar en lo peor, y las dudas que pronto me asaltarían me mantuvieron tenso toda la mañana.
-¿No sabes qué grupo fueron los que estaban en ese autobús? -pregunto preocupado, no siento mucho aprecio por mis “compañeros”, pero podría ser cualquiera, pensé en Stephannie; que por su especialidad y por que está apunto de terminar, deduje que sería muy improbable que ella hubiera salido a una práctica. Pero la posibilidad de que ella saliera a práctica por “x” o “y” razón seguía latente.
-No han dicho nada, me enteré mientras veía el noticiario de Carmen Aristeguí -dijo mi padre, más tranquilo sabiendo que su único e irresponsable hijo seguía vivo y coleando.
Siempre evito salir a prácticas. Recordé la primera vez que tenía que salir a una, fue en la materia de investigación que me impartió en el primer semestre el profesor Paulo Scheinvar. Falté, no tanto porque considerara que estás tragedias fueran posibles, sino porque el profesor era demasiado inflexible y estricto, y si confirmaba que saldría a la práctica y llegaba tarde, me reprobaba. Quise evitar la responsabilidad de asistir y no fui.
-Nunca voy a prácticas -dije a manera de despedida.
Tenía muchas dudas, pero mi principal preocupación era saber si Stephannie se encontraba bien, tendría que darme prisa y corroborar qué estaba sucediendo en la facultad. Noticias así son terribles y las autoridades, el personal docente y los alumnos se deben estar movilizando o haciendo algo. Intenté averiguar algo en la internet, tan sólo una noticia un poco ambigua en la página de la jornada. Dejo, entonces, un recado en Facebook, esperando una respuesta, nadie contesta. Sigo pensando en Stephannie. No hay modo de comunicarme con ella; hace algunos días recibí una carta cadena suya, que llevaba a una página que no se podía abrir. Me sentí enojado. Llevamos tiempo sin hablar casualmente, ni comunicarnos vía Messenger, nunca aceptó ser mi “amiga” en Facebook, y ya una impenetrable barrera de diferencias nos apartaban; ella sería una prometedora profesional y yo seguiría siendo un vago indigno de ella. Pero sin importar los crueles hechos que rodeaban una relación vacua, mi afecto por ella no ha disminuido y me dolería mucho saber que algo malo le sucedió, en el fondo sabía que estaba bien, pero tenía que al menos verla para estar tranquilo.
Salgo de mi recámara, mi madre me reprende por no sé qué cosa, le digo que se calle y le explico la noticia, la noto consternada, pero pronto se tranquiliza, yo no soy el que está ahí. Qué egoístas somos a veces, mientras la tragedia no sea a alguien conocido, poco nos importa.
En ese instante desconocía qué grupo era el que se encontraba en el autobús. El nombre de Paulo Scheinvar fue el primero que se me ocurrió, él es el que habitúa salir a prácticas fuera de la ciudad, descarté esa posibilidad, negando deliberadamente que un profesor que conocí estuviera muerto. No creo que él esté ahí, no Scheinvar.
Mi madre me prepara un licuado de fresa para el desayuno, trato de distraer mi mente, pensar en que Stephannie estaba bien -en cierta forma estaba seguro de que estaba bien, pero con una inesperada noticia de la cual en los primeros minutos no se dan detalles ¿quién está al ciento por ciento seguro de algo?-. Termino mi desayuno y corro a la facultad.
En largo trayecto del metro, hojeo un libro sobre la película “Ciudadano Kane”, aún sin asimilar la repentina noticia, sin entender las dimensiones que tienen las repentinas pérdidas de jóvenes estudiantes. No quise pensar mucho en la fortuita tragedia, sólo me preocupaba Stephannie.
Llego a la facultad, sin antes distraerme en los puestos de libros, o en comprar café. La facultad luce como siempre, sólo que ahora se respira un aire de incertidumbre. Preguntó a uno los del puesto que vende café si saben algo sobre el accidente, saben lo mismo que yo, que murieron cinco personas, pero no saben sus nombres, voy preguntando a los compañeros y descubro que los que salieron a la práctica fueron alumnos del segundo semestre. Me tranquilizo un poco, porque ahora las posibilidades de que Stephannie esté bien son muy altas. Pregunto por el profesor, me dan un nombre improvisado, creyéndoles, pienso que ninguna persona conocida abordó el autobús. Veo al profesor Ciro Murayama a lo lejos, me siento tentado a preguntarle, pero al ver su perfil hostil -más hostil que de costumbre-, reprimo mis ganas de satisfacer mis dudas. La veo, por fin, le grito “¡Stephannie!”, ella voltea y sonríe, con todo el ambiente de incertidumbre y preocupación, ver al menos una vez más su sonrisa y sus ojos verdes, es suficiente para eliminar una de mis más negativas cavilaciones, al menos una de mis principales preocupaciones fue anulada.
-Stepahnnie -le digo- me da gusto que estés bien ¿sabes algo sobre el accidente?
-No, apenas me acabo de enterar, fueron compañeros de segundo semestre ¿no? Sería una lástima que alguno de los dos muriera, ya que estamos a punto de terminar.
-No -corregí-, tú terminarás, yo... bueno, no me gusta hablar de mi situación académica.
-Bueno, a mi también me da gusto que sigas vivo.
-¡Es bueno estar vivo! -siempre que estoy con ella, actúo como un idiota, y por mis idioteces nos distanciamos, ahora, aprovechando que tenía su atención, quería satisfacer otra duda, una muy ajena a la trágica noticia que nos rodeaba-. Este... ¿escuchaste la canción que te compuse?
-¿Cuál canción?
-La que te mande en tu cumpleaños -fue en diciembre.
-No, he estado muy ocupada y no he revisado mi correo.
-¿Quieres escucharla? La tengo en mi Blackberry.
-Llevo prisa, tengo que ver a mi asesor a los cubículos.
Ahora otra tristeza me acechaba, ella pronto tendría un prometedor futuro en el que yo no formaría parte, no tuve más remedio que despedirme de ella.
-Me dio mucho gusto saludarte.
-A mí igual.
Las clases con el profesor Wing Shum son siempre muy divertidas, pensé que me animarían un poco después de la amarga noticia, de la que desconocía todas sus dimensiones, y del sentirme tan lejano e indiferente de Stephannie. Me animé un poco, a final de cuentas, seguía vivo. La vida es un problema, sólo la muerte no lo es, dice Zorba el griego.
No quise saber más sobre la noticia hasta que llegué a casa, al revisar el Facebook me entero de lo peor. El profesor Paulo Scheinvar había muerto.
Su muerte me afectaba de una manera muy particular; Scheinvar fue el primer profesor que me dio clase en la facultad. A lo largo del día lo recordé, con su panza de botella, una prominente nariz aguileña, su cabello opacamente canoso, sus ojos azules, su arrogante porte y su acento brasileño, a pesar de lucir más como un escandinavo.
Recuerdo ese terrible primer día de escuela, en que empecé a hacerme la pregunta que me hago todos los días “qué demonios hago aquí”, y vi por primera vez al profesor, paseándose altanero por el salón mientras una puerta floja se negaba a cerrar bien, hasta que súbitamente cayó, retumbando sonoramente, fue cómico. Dio sus primeras y muy optimistas palabras:
-Ustedes estudiaran para resolver la pobreza del país.
El significado que le doy a aquel primer día de escuela es el de que todo en mi vida comenzó a ir de mal en peor. La repentina muerte de Scheinvar no sólo es la desaparición de un reconocido investigador o profesor de introducción a le investigación económica. Es, ante todo, la desaparición de un ser humano. Voy a ser sincero, yo odiaba al profesor Scheinvar, era muy metódico y estricto, sí, cualidades esenciales en la enseñanza, pero el profesor pecaba de serio y ortodoxo. Si hacías algo más, no dudaba en ponerte en vergüenza ante todo el salón, no toleraba la impuntualidad, y, espero que me disculpen, era un verdadero Nazi de la ecología. Podría no estar de acuerdo con lo que pensaba, con su forma de educar y por su terrible carácter. Pero nunca le desee mayor mal más que le diera un resfriado, o que se lastimara un tobillo para que faltara a clases. El señor Scheinvar era un profesor y un investigador, pero también era un ser humano.
Su muerte cierra de manera amarga un ciclo en la vida de muchos. En lo personal, haber estudiado y verlo desaparecer, capitulan muchas cosas: el inicio de una carrera que odio o no le tengo mucho interés; el único y último beso de una mujer de la que nunca volví a saber nada en una fiesta de día de muertos; el cambio de domicilio; el serio metejón que sufrí -y sigo sufriendo- por una compañera pudiente; la internación de urgencias de mi madre y su pronta recuperación; el nacimiento de una prima; la muerte de la esposa de uno de mis tíos; la muerte de uno de mis primos; el nacimiento de otros dos primos. Y sobre todos estos sucesos, interminables proyectos y esperanzas, que al pasar los días, lucen más lejanos e irrisorios.
Quise compartir mi desolación con alguien, el único que quizá me comprendería, sería mi amigo Alán quien estuvo en el mismo grupo que yo, aquel primer día en que una puerta casi aplasta a Scheinvar.
So pretexto de regalarle un libro que me pidió. Regresé a la escuela, ahora estaba un poco vacía y un modesto altar se había erigido, vi a Alán rodeado de otros compañeros, igual de indignados. Me perturba ver a los alumnos y al profesorado en un estado de negación, un silencio acompañado de murmullos se instaura en las mezzanine. La vida sigue su curso normal, salvo el altar con veladoras y flores en honor al profesor y los estudiantes, y los lúgubres moños negros en la entrada.
Al retirarme, no deje de pensar en el momento: desde que los jóvenes, sin sospecharlo, abordaron su autobús para salir a Michoacán a una práctica de campo. Los imaginé viajando junto al profesor Scheinvar, tranquilos, quizá un poco desvelados porque la cita era temprano. Yo vivía cerca de la Marqueza y conozco lo peligrosa que es la carretera México-Toluca. Me impresiona que yo muchas veces transité en compañía de familiares, por esa misma carretera en la que sucedió el accidente. Ahora imagino a Scheinvar, no sé muchos de los detalles del accidente ni conocí a profundidad al profesor, pero seguramente estaba al frente, aprensivo, vigilando el viaje y tal vez platicando con algún adjunto o comentando alguno de sus parcos chistes a todos los que estaban adentro del autobús. No quiero ni pensar en el momento en que un trailer, sin frenos y de manera irresponsable, arremetió contra el autobús. Ahora lo imagino, momentos antes del terrible choque, viendo el gigantesco remolque acercando peligrosamente hacia su lado, él seguramente reconocería, mientras mira impávidamente, con sus ojos azules, su destino, reconociendo que todos, de una manera u otra, nos acercamos al final. Si nos ponemos a pensar, hay más probabilidades de que esto nunca hubiera sucedido: De haber salido un poco antes, de que el conductor del trailer hubiera revisado los frenos, de posponer la fecha y de muchas otras posibilidades que pudieron evitar este terrible accidente trágico. Empero, todo parecieran ser partes del preciso engranaje de la tragedia. Yo mismo experimenté un horror similar hace muchos años, y es difícil discernir el por qué ocurren. Lo abominable de la muerte es que no hay retorno, un error que podría ser considerado pueril, puede tener consecuencias que acaben en desastre. El conductor imprudente del trailer, tuvo la mayoría de la culpa. Pero muchos accidentes suceden con remolques sin consecuencias graves. ¿Por qué la lotería de la muerte les tocó a un profesor y a unos jóvenes que apenas empezaban la carrera? Yo debí haber ido a una de esas prácticas, de asistir, hubiera estado a nueve prácticas de mi posible muerte, un cálculo, que con todo, no tiene nada de alentador. Desgraciadamente, no podemos sacar nada positivo de la experiencia, conductores imprudentes seguirán existiendo y la justicia nunca compensará a los heridos y la muerte de cinco compañeros y un profesor. Sólo resta admitir a la vida, con todas sus vicisitudes y alegrías, y esperar a que al menos el día de hoy, estemos en una pieza.
Siento escalofríos al imaginarme los pensamientos que todos tuvieron antes del choque, quizá Scheinvar pensó algo, segundos antes del inevitable fin, algo así como: “no ahora”.

Viernes 13 de abril del 2012 México D. F. 

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